SOMOS EL MAR
Gabriel Cisneros Abedrabbo

LIMINAR


Oh garganta incorruptible, no me dejes perdido en la metáfora, es la
imploración intensa con la que Gabriel Cisneros Abedrabbo (Latacunga,
1972) eleva su fecundo poder creativo en Somos el mar, poemario
amatorio de signo oceánico, en el que aquello en lo que más incurre
este poeta es en la generación de metáforas de insólita originalidad,
cuyo conjunto hace de Somos el mar una obra a la que necesariamente
hay que abordar con ojos de buen catador de poesía.

El mar es el único elemento planetario susceptible de ser comparado
con la eternidad. El único capaz de duplicar en sus aguas, ora serenas,
ora demenciales, la gama de conflictos que perturban al ser humano,
esos que rotan alrededor de los conceptos de vida, tiempo, amor,
vejez y muerte.

En Somos el mar, un abundante discurso lírico confronta, con armas de
penetrante alcance, a una presencia femenina, evocada con dolorosa y
reiterativa intensidad, la que no es otra que la responsable directa de
que, tras el discurso del poeta, se perciban los estertores sísmicos de
placas tectónicas, mojadas irremisiblemente con el fuego irreductible
de una lava marcadamente amatoria.

En este cautivador Cantar de los cantares, fraguado en las décadas
iniciales del milenio que transcurre, el poeta Cisneros confiesa: una
parte de mí, que nunca fue mía / tiene un corazón que desconozco, y
es precisamente desde esta parte, dolorosamente vulnerable, que mana
una poesía de la mejor ley.

Somos el mar repite con obsesión el sujeto lírico de esta subyugante
bitácora marina, tan provista de versos que duelen, por la belleza herida
que estos contienen, ya que la belleza es un dolor que solo la poesía
verdadera es capaz de verbalizar en su versión más intensa, para prueba
de lo cual saltan a colación estos versos que dicen: en la cuadrícula de
los días/ solo tú me levantas de los muertos.

Los ecos lejanos de poéticas hondas y trascendentes, como las
pertenecientes a Neruda, Sabines, Borges, Pessoa y Valéry, dejan sentir
sus influjos en el vaso ceremonial en el que se fermenta la sangre que
fluye, como una correntada de vino indetenible, por la lírica apasionada
de quien se ha condenado a morir, en olor de poesía, desgarrado por las
zarpas de una Pantera blanca, cuya función no es otra que la de extraer
de aquel que intensamente la desea todas las sales, en el momento
exacto en el que ella deja escapar de sí el mar de sus entrañas.

En Somos el mar, el amor resulta el gran vencedor de la muerte, cuando
la voz lírica puede compartir con la musa causante de sus decesos y
sus resurrecciones la convicción irrebatible de que el mar es nuestro
genoma, abriendo la bisagra/ de una puerta que tiene la medida exacta
de nuestra sombra.

La tarde es un millón de caballos / que desaparecen en el mar es una
de las innumerables imágenes llamadas a provocar el deslumbramiento
de quien aborde la lectura de este poemario de honda calidad lírica. Me
quedo con esa imagen, la que irremediablemente asocio al recuerdo de un
inolvidable bolero, parte de cuya letra decía: Somos dos gotas de llanto
en una canción, lo que en otras palabras equivale a decir Somos el mar,
tal como así conmovedoramente lo afirma Gabriel Cisneros Abedrabbo.

~ Sonia Manzano Vela


El mar
Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
(Fragmento)
Jorge Luis Borges

Somos el mar


Somos el mar

Tal vez somos ese
pétalo de sangre en los golpes del agua;
desobediencia
desgarrándose frente
a esas preguntas silentes
que no esperan una respuesta.

Polvo,
donde nos acurrucamos extasiados;
mar en el que han perdido la vida
los astros en su gozo,
mar de playas verdes
dejando escapar el oxígeno del sacrificio;
mar en la interminable enredadera
de los instantes proscritos,
mar en nuestro genoma
abriendo la bisagra
de una puerta que tiene
la medida exacta de nuestra sombra.

Somos el mar,
nuestras mareas
se duelen en infinitud de pérdidas,
nunca más seremos
tumbas saqueadas
las alegorías del otro llenan el vacío.

Somos el mar…

Dos océanos

Escribirte es descubrir que es posible acunar la belleza, dejar cuesta
arriba los desencuentros y sorber l-e-n-t-a-m-e-n-t-e ese destello
donde se hacen memorias las respuestas. Voy a cumplir medio siglo y
me haces sentir, no como una metáfora, crisálidas transmutando en
mis arterias; nadie ha podido explicar esa epopeya de la química, que
mueve el viento y que nos saca las formas lingüísticas que se quedan.

Un segundo hizo de dos islas un continente, ese que somos, ese cuyo
destino es romperse en mil islas, ese que se atrevió a que sus especies
rompan el cascarón en nuevos tonos de arcoíris.

Montaña donde esculpo las señales que vienen del Origen, talla en mí
también las formas que recuerdas de Dios, y oficiemos así el amor, en
las coordenadas donde dos océanos se hacen un mar.


Huella

Hay una eternidad
en la que
cavaremos la tierra
desde los mármoles de nuestra distancia
para ser semilla y
florecimiento de
miel en la boca prometida.

No eres mía, no soy tuyo,
la campana en su vibrar
rompe nuestra noche,
nos rompe
en los costados;
soy tuyo, eres mía,
la distancia entre dos puntos
no existe
cuando sus cascadas
dejan la misma huella.

Trashumantes
en una cofradía de soledades,
un amanecer seremos
el mismo rastro en la playa
y el mismo mar
en el ceremonial de los acantilados.


Estuario

Nunca pensé ser un exiliado,
un templo arrasado en el otoño
sin ninguna columna
que sostenga
la pileta donde bebían pájaros
que cantaban para mí;
me llegan historias
de gente que cubre los campos
con sus nombres derruidos,
la lluvia los arrulla,
ellos no sienten,
eso de esperar bajo las piedras
les deja
ajenos al pasado.

Yo que me he ido muchas veces
me quedo plantado entre dos aguas
salvándome de mar,
salvándome de río;
ya no puedo hacer ningún gesto,
saltar al vacío no me justifica;
la dicha es una droga que se escapa
de la que no podemos ser adictos,
apenas vuelve
y en esta gula de felicidad
de llenarlo todo,
es el estuario la imagen
que me saca a flote, me levanta.

La mujer que me habita

Es solamente una
la mujer que mete pájaros
al alambique de mis alboradas;
hecha con los andamios
y las líneas
de aquellas que sobrevivieron
al significado dantesco
del apego al agua
y la guerra inconclusa de quienes se necesitan.

Ahí está mi madre
vaticinando el fin de los finales,
riéndose de los naufragios
desde una tumba,
tea donde el fuego
late y duele
en la cúspide amazónica donde se esconde.

También
la que me desgarró el cuerpo
con palabras
que me reescriben desde el templo de la infancia
y que aún ahora
tienen la distancia más injusta
entre el hombre y el vino
que nunca pudo levantar
en el brindis de la avidez.

Una parte corresponde
a aquella que literalmente
era una turista en este mundo
y que en una hoja en blanco
dejó respuestas
a la complejidad
que se rompe en una rama.

Mi abuela
que tuvo sus segundos
seis hijos con mi abuelo,
después de que él la abandonara;
porque lo aprendió a amar
en el caleidoscopio de un matrimonio arreglado.

Las que me crucificaron
sin poder olvidarme,
las que fueron
en la desnudez
tan importantes
como la palabra luminosa
que se pare.

La que me sostiene
con tres hijos,
la que me niega y duda,
porque solo se duda de lo que se ama.

La mujer que me habita
tiene muchos nombres,
es una hoja zurcida
que bella y dolorosamente
me late en el pecho.


Colofón

No hay un punto final,
no hay respuestas
solo la bella incertidumbre
de que los fonemas tienen el mismo
significado
en nuestras naturalezas.

Te canté
desde el piélago donde
rompimos el destierro;
somos campana,
cardumen en constante viaje,
epopeya sin miedo;
somos el mar,
tú, yo y nuestras zozobras,
tú, yo y nuestras travesías.

Al final
lo que salva es el viaje,
los puertos donde atracamos,
el gesto feliz
en el amor
y el saber que nada
puede borrar las palabras
que parimos en el éxtasis.

Me cantaste
en las corrientes submarinas
desnuda de todas las hambres
y la culpa,
en esa libertad
donde los espíritus celestes se elevan.

Te canté, me cantaste
en la sinfonía luminosa de la lluvia.