Puerto de los Recuerdos

por Alfredo Pérez Alencart

Pero hay que regresar
para escuchar a las chicharras
cantando sobre los árboles de la vida.

CIERRO LOS OJOS y aparezco en las calles donde maduré la infancia. He buscado dúctiles lianas con las cuales trenzar afectos de otros tiempos junto a paisajes para mí definitivos. Feliz resulta conmemorar aquel alimento del corazón, volver a ser el infante con marcas de besos en las mejillas, escuchando lenguajes de ternura albergados en ardientes juramentos, siempre arropado en la querencia química y física del amor de madre.

VOY ASPIRANDO aromas de mundos primeros, sin olvidar incendios de agosto y húmedas ventoleras de diciembre cuya vastedad me ofrecen unánimes nostalgias. Voy agrupando rostros y firmamentos tras el espejo de los años. Todo parece igual, pero me sé transfigurado, otro en su pasión, otro que vuelve para reelaborar instantes de una etapa sagrada de la que ignoro cuánto se ha perdido. El alma conmovida se instala en el centro de la Plaza donde se anotan adioses y esperas.

Y HASTA LA LUZ del día filtra el temblor de mis latidos o el mandato de la sangre pidiendo llenar ausencias y cubrir de turbada emoción a corporeidades transparentes. Sentir la lluvia para asomarse al reino interminable de la infancia, dejar gotas de agua resbalar por el curtido rostro hasta volverse magma anegando el jirón Loreto, la calle Cuzco, la avenida León Velarde; ojos y lágrimas reconociendo el mapa de abrazos celosamente almacenados en el arcón de la memoria.

LA COSTUMBRE de vivir del recuerdo enseña que el amor tiene un reducto donde algo sucede si el lugar se nombra. He vuelto con esta tarde amarilla que me asoma a lo pasado, con el horizonte caldeado por el antiguo anhelo de poner los pies en la tierra primera. Desde la fábula nombro al puerto de los recuerdos y digo “¡Abracadabra!”. Entonces se van abriendo las diáfanas ventanas de la infancia: las calles polvorientas se inundan de luz, los mosquitos zumban en el aire calimoso, la plaza se adecenta y huele a mango y tamarindo.

EL AZAR describe rutas semejantes a la tristeza. Así gotea la memoria en procura de ciertos rincones conservados como estampas intangibles. Difícil resulta contener su persistencia: la devoción a la fisonomía de la ciudad se afianza como un tatuaje indeleble para el resto de los días que duremos. A qué negarlo. Adoro el amplio cielo y las sencillas casas de mi Puerto. Así pronuncio su nombre y le susurro, como un niño convertido en hombre: “He vuelto… He vuelto… He vuelto…”

AL BORDE del barranco, en la cima del parque Grau, doblo saludos mientras observo -a la sombra de palmeras y al silbo del viento que no descansa- la copulación de dos ríos caudalosos. El crepúsculo dibuja cárdenas manifestaciones en el horizonte, mientras la arena de la playa calienta huevos de charapas con temperaturas que van caldeando nuevas vidas. También la muerte se hincha en las aguas y de tanto en tanto hurga en las orillas.

LA MÚSICA baña mi corazón. Los cuerpos se estiran o se juntan en la sala de fiestas. ¡Esta alegría! Pongo mis pies en el Yacaro y el canto sube y nadie descansa con la sobredosis de ritmos.¡Esta alegría! Unas cervezas a la luz de la luna más luna del mundo. Queda tiempo. Meto la mano al bolsillo y pido otra botella que atempere lo que está ardiendo. ¡Esta alegría! Una balada va midiendo la intensidad de mi energía.

RECUERDO el puerto con tesón, aquellas canoas que llegaban y partían: madereros, agricultores, mitayeros, pescadores, castañeros, los que ganaban, los que perdían… En mis ojos se reproducen naufragios, bolsas enjebadas, sacos de yute repletos de naranjas, carnosas yucas y racimos de plátanos por doquier. Oía el lenguaje del agua en las lunas llenas. La grúa del puerto sigue izando mis asombros.

FURIBUNDA tarde rugiente arrastra nuestros gozos cuando apenas el barro va secando. Oh Dios, qué poco se detiene esta Maligna, qué pronto deja el sol de ser imperio. ¿Acaso hay sentido a este eterno duelo que fatiga, que resbala hasta mi profundo llanto? Una melodía de violines como dulce alimento para su alma le daría. Las alas de un pájaro fantástico para su infinita errancia le daría. El bosque y sus esencias para fecundar quimeras le daría. Eso y todo lo que tengo le daría si las aguas del río la trajeran de nuevo a esta playa. Ay Señor, no hay forma de olvidar su ausencia cuando el río alumbra el túnel de mis penas y me callo y me oculto en el recuerdo.

ERES CONMIGO, ciudad que sobresale al polvo. Lo humano abunda en tu reseca piel de julio. Amanso la garganta y me muestro como un duende al que todos entienden y tratan con amor. Eres conmigo, ciudad sin centuria, puerto fluvial que me siente en sus entrañas. De todos modos, este hombre trae sobre las espaldas el registro de aprendizajes y desengaños junto a la libre juventud florecida bajo el cielo de estos barrios.

AQUÍ ALFREDO PÉREZ ALENCART pedía una naranja y recibía misterios; pedía besos de doncellas y recibía el esplendor de los ocasos, lácteas iridiscencias, solemnes visiones. Hijo agradecido de la tierra ancestral que signaba su vida, Alfredo pertenecía a la corteza virgen de los cedros, al color del huayruro y a la velocidad de las libélulas.

Alfredo y su Puerto