El templo de la carne
POEMAS DE
MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ
1
Para Ana Orantes, a quien su ex marido prendió
fuego un 17 de diciembre de 1997.
La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina
la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.
La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,
herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.
La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, grafitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.
Oh cuerpo de papel para la hoguera.
2
Reclamo demorarme en cada gesto,
la lentitud feliz en las dos piernas
si tengo todo el sol sobre la nuca
y el tacto es una forma nutritiva
y exacta de sentir sobre la sangre
el viaje subterráneo de la dicha.
Reclamo malgastar cada minuto
en mover lentamente los dos pies
si el sol viene a incendiarme por las tardes
y el tiempo de la prisa es secundario,
si un momento viene en su eternidad,
su condición perenne y sin derrota.
Reclamo la imposible permanencia
de un brazo sobre el aire del verano,
el giro de una mano que se aleja
del cuerpo y se mantiene sin caer
hasta negar rotunda algunas normas
y leyes legisladas en invierno
como la de los cuerpos abatidos
contra el suelo, en el tiempo de la muerte.
Reclamo la bellísima ocasión
de estar al borde mismo de la tarde
en esta permanencia, en la fijeza
de la luz recortada contra el cuerpo
translúcido y tan lejos de su ruina.
Reclamo este minuto sin orillas.
A sabiendas de todo lo reclamo.
3
Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan sólo los impares desiguales
–el sexo, el corazón o la cabeza–
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.
4
Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintinueve letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo,
su agalla enrojecida en el vivir.
5
La mujer espera la llegada de los ciervos.
Se sienta en la cuneta y se descalza.
Con la uña más pequeña de su pie
rasca la tierra blanda y enmohecida
hasta arrancar un árbol de raíz.
Con un dedo invisible en su estatura,
remoto soberano primordial
empuja los nogales, los gomeros,
las hayas y los robles, los manzanos.
Después, bajo la lluvia, se arrepiente
mientras le late el pánico en la ropa.
El dedo mutilado es como el odio
del árbol mutilado, en la mujer
que se pinta en los labios treinta y dos
piezas dentales blancas, esmaltadas
con las que no morderse los pezones
ni llorar por los árboles caídos
y que suben despacio, en sus alvéolos,
como subió cada árbol a su copa.
Del tronco descuajado, vuelto torre
gemela de otras torres neoyorquinas
caen los pájaros muertos, las personas
como estorninos muertos, el ramaje
como chicharra muerta, los tablones
como féretros muertos para Irak.
La mujer entretanto se avergüenza,
guarda el dedo y su uña, sus dolores,
el esponjoso hueco de la encía
en que ató cada diente su raíz
y levantó una torre mineral.
A su lado, los árboles reposan
su tiempo de madera, griterío
de perros y de niños clausurados,
los brazos y las piernas como ramas
taladas con dolor contra la tierra.
Los animales huyen espantados.
Los ciervos se disculpan y no vienen.
6
Sobre su pecho muerto, la mujer
pinta una gran ventana para el aire.
El corazón, en su áspera alegría,
asoma al sur su sala octogonal
por el hueco del seno que extirparon
la enfermedad, la mano, el bisturí.
Sobre su pecho muerto, la mujer
raspa cualquier recuerdo doloroso
y colorea el soplo y el zumbido
del arrebato rojo de quedarse.
El hospital se borra en su blancura,
esa sala de espera es no lugar,
la habitación sin lágrimas ni olivos
es también no lugar, los lavatorios
y ascensores que nunca se detienen,
el pasillo alargado como el miedo
de biopsia en biopsia es no lugar.
La madre le cosió dos grandes senos
con hilo destrenzado del cordón
que la anudaba al tiempo y sus asomos.
Ahora un médico serio, preocupado
descose uno de ellos, lo retira
en silencio, y la extensa cicatriz
que corre por el tórax como el frío
abrasa los paisajes de la tundra.
Pero sobre su pecho, la mujer
sombrea un árbol negro, transversal
por la ira de perderse en el otoño.
También nubes y niños anhelantes
en su transpiración y su ajetreo
para mojar la tarde y las palabras.
El viento que entra en tromba la despeina
y su risa es un pájaro veloz.
7
El carnicero afila su cuchillo.
Despliega el sucio mapa del despiece,
la palabra animal y su temor,
sus sílabas cortadas con certeza
como si se pudiera destazar
un sustantivo (cerdo, pollo, vaca)
sin que la sangre cubra las paredes.
Como si se pudiera estar pensando
en la dulce armonía de la esfera,
en el amor al número y al cosmos
mientras se hunde el cuchillo para abrir
incisión y templanza entre la carne.
Cicatriza la sal sobre esa herida
y así el hambre conserva el desconsuelo
de ampararse en la limpia tajadura,
en la hoja de metal y de papel
que se salpica en todos los oficios
y es la degollación del inocente.
Tiembla la mano que ha de ser exacta.
Si escribe carnicero. Si inocente.
con Federico, todavía
MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ (Valladolid, 1967). Poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca (España). Como poeta, ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (1997), La sola materia (Premio Tardor, 1998), Carnalidad del frío (Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, 2000), La ausente (2004) y Atavío y puñal (2012), así como las plaquettes El ángel de la ira (1999) y Pasión vertical (2007). En Catorce vidas (Poesía 1995-2009) se recogieron todos sus libros hasta 2010. Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. Está en prensa una antología de su obra en La Habana. Poemas suyos están publicados en numerosas revistas y antologías, y varios de ellos han sido traducidos a diversos idiomas (gallego, inglés, francés, italiano, neerlandés y armenio). También ha sido jurado de varios premios literarios, entre otros, Premio Reina Sofía, Premio Miguel de Cervantes, Premio José Donoso y Premio de Poesía Iberoamericana de Tegucigalpa.
SOBRE LA OBRA DE
MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ
– En Pérez López la poesía no es un reflejo del poeta sino su consecuencia. Me explico, no es su Yo el que existe en éstos; va más allá de la individualidad: la poeta es voz tribal, por lo que la copulación, lo copulario es de todos: supervivencia de la especie, del poema. Una iluminación con luz y discurso propio. Su poesía es un poema de amor al Uno, al Todo: es la ‘Casa del Ser’.
Memoria de ahora, no de ayer. El amor se vive en la poeta en presente, en ‘cuerpo presente’. No como religión sino como geografía y gramática y morfología. Convierte, subvierte, ‘pervierte’ el signo de la lengua y a la lengua la vuelve signo; es decir, transgresión.
Una poesía que no tiene adjetivo; ningún poema debe tenerlo, si es que no le da vida a éste. Huidobro siempre tiene que estar cerca. O es poema, o no lo es. ~ José Ben-Kotel
– Mª Ángeles López Pérez una poeta con historia que nos habla de ellas/nosotras: “La mujer es un bello, implacable animal/ que se pinta de nieve el corazón./ Una osezna que hiberna largamente/ pero pare a sus crías en el frío” y también de aquellas otras criaturas enfermas: “la mujer/ saca un hilo invisible y despiadado/ con el que fabricarse una peluca./…/ para tapar su calva amarillenta/ para tapar su calva, su pesar,/ su cráneo endurecido por la quimio”, todas ellas tocadas por el color, por la infinita constelación del verbo: La mujer inventa un mundo y es azul. ~ Mar Benegas
– “La mujer” es la protagonista de todos los poemas. A ella, una y múltiple, se dirige en todos ellos.{…}Escritos con un lenguaje inspirado, que participa de lo imaginativo y hasta de lo surrealizante, pero también de lo realista. La enfermedad lo es, más real que cualquier otra cosa, y ella es protagonista de estos versos descarnados y crudos (“La mujer no conoce la palabra sosiego”). {…} Versos llenos de matices, sensoriales al máximo. Que se aprecian con todos los sentidos, el oído y la vista sobre todo (“La mujer pinta un mundo y es azul”). El vocabulario utilizado es sugerente, rico; capaz de nombrar lo sorprendente y de acercarse con la debida cautela a eso que anuncia lo terrible: “En el exacto centro de su centro / la mujer pinta un vértigo y se asoma”. Y más adelante: “se asoma a su avispero”. ~ Álvaro Valverde