Juan Rulfo cumple Cien Años:
Piedra, Hilos y Páramo

Por Humberto E. Robles

 

Juan Rulfo (Fotografías tomadas de la Red)

 

    Mateo  21, 4
Daniel  2, 35
Efesios  2, 19-22

 

Hará cien años, un 16 de mayo, nació Juan Rulfo en Apulco (Sayula), Jalisco. Falleció en el DF el 7 de enero de 1986.  Su fama se apoya en una colección de cuentos, El llano en llamas (1953), y en una novela corta, densa, experimental, Pedro Páramo (1955)*. La capacidad sugestiva de esas obras las ha transformado a lo largo del tiempo en patrimonio de las letras no solo mexicanas. El público las lee, las conversa y las comenta sin tregua. En ese sentido, mérito aparte, Pedro Páramo, diría Borges, es ya un clásico de la literatura iberoamericana.

Recorremos ese texto y sentimos que allí nos descubrimos, que allí rozamos fundamentos del lenguaje y del ethos que nos constituyen. Puede ser el sentido del paisaje con sus albas y atardeceres, con su luz. Acaso una frase, o quizás recuerdos afines de fábulas y sagas de familia en que deambulan vivos y muertos.  ¿Y quién no ha vivido de cerca o de lejos la presencia de caciques, de montoneras y revueltas, de luchas de poder, de césares y clérigos, de celestinas, de rencores y venganzas? Pedro Páramo rezuma todo eso y es además un esfuerzo poético por dar expresión a ese espacio en que, contrario a proféticos pregones bíblicos, la piedra gesta lo baldío, lo engendra.  Espacio que se enmaraña en los confines de esas zonas de macidez en las que oscila algún papalote que vuela al garete sostenido por el efímero hilo del espacio y el tiempo, hilvanando murmullos y rumores, celestinas y doncellas, lo sagrado y lo profano, lo edénico y lo yermo.

Pedro Páramo capta esos umbrales en que colindan la tradición y el cambio, el ser y el estar, propone un mundo que se desmorona y otro que apenas, si algo, se vislumbra. Se trata de un ámbito que se manifiesta fragmentado, que remite a una crisis, a una revolución histórica que no se institucionaliza; que remite, en suma, a un entorno que, ante la desintegración del centro que lo sostiene o sostenía, se corroe, y apenas perdura como pendiéndose en un hilo, en el inaprensible ser y no ser del instante. Es como si Rulfo quisiera fijar y aprehender esa raya donde se columpia la misma esencia del vivir, ese vacío entre lo estable y el desbordarse de lo mismo, fijar y aprehender ese filo o umbral que define y deslinda la transición: el sonido y el silencio, la luz y la sombra, el tiempo y el espacio, las crisis de los vuelcos históricos.

La ilustración de ese precario hilo, la difícil habilidad en lograrlo, es lo que siempre me ha dejado perplejo y alelado cada vez que vuelvo a Pedro Páramo, y en ello quisiera fijarme: compartir a continuación con el lector, a manera de ilustración y homenaje, un conjunto de fragmentos que recogen el poder poético, evocador, que sugiere la prosa de Rulfo.  Este acaso anheló aprehender la vivencia que representa habitar en ese soplo en que coinciden, cual en un traspié, los opuestos que sacuden el ser, que lo fulguran y germinan.  Pedro Páramo  es todo un oráculo, un manual de imágenes y sensaciones poéticas que nos quieren hacer llegar a ese punto en que se dan umbrales visuales, temporales, olfativos, táctiles y auditivos. He aquí unas cuantas, entre muchas más, sacadas aquí de la edición del FCE, 1965:

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.

Ahora estaba aquí, en ese pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras […] Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer. (p. 11)

Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas […] (p. 11)

Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio […] (p. 12)

El agua goteaba de las tejas hacia un agujero en la arena del patio. Sonaba, plas plas y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. (p. 15)

Pensaba en ti Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. Ayúdame Susana. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. Suelta más hilo.  (p. 16)

Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. “Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana. (p. 19)

Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas […] El crujir de las piedras bajo las ruedas. […] Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. “Y las sombras. El eco de las sombras”. (p. 50)

Mi madre me decía que, cuando comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños.  (p. 69 )

–¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

–Debe andar vagando por la tierra como tantas otras. […] Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón. (p. 70)

“¡Han matado a tu padre!” [ dijo] Con aquella voz quebrada, deshecha, solo unida por el hilo del sollozo. (p. 71)

La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida. (p. 91)

El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble dolor; no menguado nunca; atizado siempre por la ira del Señor. (p. 118)

-Se ha muerto doña Susana.

[…] Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos […]

Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió.

[…] Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala:

-Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo. (pp. 120-121)

 

Repercute en esos fragmentos la imagen literal y metafórica del “hilo”, de ese punto clave donde comulgan el empezar y el acabar, la tradición y el devenir, el principio y el fin. El mundo que anotan esos textos es lícito rastrearlos, por un lado, en el ámbito más particular de Rulfo. Por el otro, incumbe no olvidar que Pedro Páramo es la interpretación de un contexto histórico en crisis, cuyos estragos afectan el ámbito social inmediato y, no menos, al protagonista.

Teniendo eso en cuenta, vale cerrar esta estampa con dos referencias respectivas:

Una tiene que ver con una carta que Rulfo le escribió a Clara Aparicio, su futura esposa. Se siente allí, al nivel más íntimo y personal, la esencia del ser de Rulfo. En Clara palpita su vida:

“Cada que veo tu nombre en alguna parte, me sucede algo aquí, en el lugar… que algunos, casi todos, llaman gorgüello. El otro día lo vi, por la noche, en un edificio de apartamentos. Se prendía y se apagaba y era de una luz blanca muy fuerte. Clara -pum, se apagaba-. Clara -pam, se prendía-. Seguramente el “Santa” está descompuesto, pues el letrero completo debía decir “Santa Clara”; pero solo relumbraba el Clara… Clara … Clara … Cada vez igual a la respiración de uno”.*

Clara es ese umbral al que se agarra el ser ontológico del autor. Es en ese parpadeo de letras, pleno de amor y de sentido de mundo compartido, donde el vivir de Rulfo halla amparo, harmonía y salvación, especialmente si se tiene presente su propia orfandad y el aludido entorno histórico que lo rodea, alborotado por reclamos y trifulcas, por tiempos imposibles de predecir.

La otra referencia remite al hecho de que el jardín y el páramo rondan el mundo de Comala. Los epígrafes que encabezan este escrito -ver Biblia, versión revisada de Cipriano de Valera- están allí con una doble intención alusiva, sugiriendo un centro profético que funda y que a la vez contrasta con otro, actual, que rezuma ruina. La piedra bíblica a que remiten Mateo, Daniel y Efesios, crea, evangeliza, promueve jardines y cármenes. (Tal, dígase, es Comala en los recuerdos de Dolores.)  A su vez, el trasfondo de las circunstancias históricas, el resonar de “Las Adelitas” y el trajinar de Los de abajo –más los alborotos y motines de cristeros- desuelan y arrasan. Pedro Páramo sufre y vive los estragos de esos arrasos en múltiples frentes. La familia, las muertes de padre e hijo, las deudas, el clero, la pérdida de la ilusión en el amor (Susana San Juan), el orden histórico, todos esos factores azotan y van consumiendo a Pedro, efigie virtual de la desolación y disolución de un orden. En el fondo de Pedro Páramo se entrevé la presencia de un rencor vivo, de una ira afectada y provocada por un incidente tras otro que desintegra y consume, que agota la voluntad.

¿Cómo afecta todo lo sugerido al eje del libro, a Pedro Páramo y a lo que él representa metafóricamente? pareciera ser la pregunta que plantea la novela.  Los sinsabores frente a los factores aludidos desentrañan una visión del mundo en la que el deterioro y el desamparo ante una vida sin hilos y conexiones de amor, sin piedra angular, culminan en lo yermo, fundan el abandono, los zumbidos y las maldades. Los epígrafes que encabezan este escrito sacuden irónicamente toda una tradición cultural y estética. Los presuntos jardines prometidos in illo tempore por una tradición profética contrastan con el desorden, lo baldío y lo infecundo que representa la Comala que, contrario a la memoria de su madre, encuentra Juan Preciado. Pedro no funda. Pedro acaba cruzándose de brazos.

En la aclamada novela del autor mexicano, el contraste surge de la yuxtaposición de la perspectiva de Juan Preciado con la de los recuerdos teñidos de ensueño de su madre, Dolores. El resultado es que el lector transita al filo de un atajo donde posa la contienda entre presente y pasado, entre tierra baldía y jardín.  Aquél se revela untado por la desdicha, pleno de ecos y abandono, desprovisto de ruidos, inundado de murmullos, de arrastrar de pasos, de inaudibles llantos, de silencios, de almas en pena, de aridez, de vacío y violencia, de tórrido calor, de ruina, plagas y sequía. El genio de Rulfo ha logrado hacernos ver los cruces y entrecruces que concurren al nivel de la imaginación, de la memoria, de la saga de familia, de la historia, y del simbólico nombre del protagonista, apelativo que confiere unidad a la novela. Sí, Rulfo cumple cien años. ¡Y habrá de celebrar muchos más!

 

Humberto E Robles

Professor Emeritus
Northwestern University
Evanston / Chicago, Illinois

 


 

Notas del Autor

* Habrá lectores que exijan la mención de El gallo de oro, de la película Los confines, del singular fotógrafo y del autor de Aires de la colina. Cartas a Clara. Cierto es que cada una de esas referencias redondean la figura del autor, pero lo esencial de su obra consiste en los dos textos indicados.

* La carta fue escrita en México, D.F., a 14 de julio de 1947. Reproducida como “Dos cartas a Clara”, Diario 16, 4 de enero 1987, p. IV, parte de un grupo de Inéditos de Juan Rulfo.​