Jardín de Dagas
Una daga corta el jardín
Por Carlos López
Jardín de dagas sugiere en su título una contradicción, los poetas aman los oxímoron porque activan un imaginario que no se agota. Todo jardín sugiere un pequeño paraíso, un universo cerrado que en su intimidad produce felicidad y placer, pero el jardín de Aleyda Quevedo tiene dagas, ¿por qué? Los epígrafes de este libro incluyen esa doble visión de la belleza y la pérdida, una oposición que se alimenta de su contraste y que aviva los sentidos. La voz poética apuesta por esa lucha que significa vivir en peligro, escribir en peligro.
La poesía intensifica lo oscuro de mi espesura y lo vivido.
De ahí que decidiera refugiarme en el blanco de la casa,
en el temblor del viento que mueve la hierba,
en la líneas de las palabras que como dagas
cortan el punto de la ternura y el sexo.
El poeta es el que persigue la intensidad, aunque ésta implique el desgarramiento, la ruptura de la armonía o la búsqueda infinita de una perfección viva, es decir, de un movimiento destructor y constructor que mantenga la respiración del mundo. Aleyda Quevedo sabe que la poesía exige a cambio una prenda de sufrimiento o de desasosiego, quizás por eso éste es un jardín de dagas, es un jardín que cuando uno lo lee, duele, pero no está escrito en un tono de queja, sino de una manera elegíaca que anhela enunciar la pérdida a través del canto poético.
Los versos de Aleyda Quevedo Rojas son breves porque hay, incluso ahí, la presencia de una daga que corta los versos para eliminar lo no crucial. Los versos cortan, su efecto es inmediato, pero no tiene final, la resonancia de los poemas permanece en el lector:
Con la daga
los sentimientos son más penetrantes y angustiosos.
Poesía y daga.
Lo que germina y significa.
El presagio,
la crueldad,
conocimiento que se desea.
En esta poesía es evidente la reflexión; es común hallar en los versos una arte poética, escribir es también pensar en lo que se hace, en esa ceremonia de la valentía.Se ve en los poemas un impulso que se sabe conocedor de la vida, una sabiduría que viene de muy lejos y que tiene la certeza de la fuerza de las palabras; cuando el poeta enuncia, el mundo experimenta un temblor, esto remite a una suerte de culto. La poeta escribe y con su escritura edifica un rito, un conjuro:
En otra vida
logré engañar a la muerte.
Fui ágil y elástica empuñando la tijera
danzante que espanta el mal.
Los zorros vigilaban mi espacio
y el cielo insinuaba que no escaparía.
En esta vida no quiero el martirio de salvarme.
Creo en esta danza de valor,
un rito conmigo,
goce que entregaría mi posible muerte.
Este poema parece venir de muy lejos, no hay dubitación, los versos caen como sentencias; sin embargo, el lenguaje poético jamás cede a la rigidez, hay un movimiento que equilibra las palabras y sus significados. Los símbolos actúan, está lo esencial, la vida, la muerte, la danza sagrada que con su vibración sortea el mal. Hay un verso clave: «En esta vida no quiero el martirio de salvarme».
De nuevo, la posición ante la poesía es entregarse a ese vigor que daña y edifica. La voz poética se presta al fuego perpetuo de la intensidad.
Los poetas viven en una frontera, en el filo que divide dos mundos; ahí, en el riesgo de lo no estable está su materia. La poeta asume su osadía: «Mi cuerpo lleva con honor sus cicatrices», escribe, o «Me doy al Señor de las incertidumbres».
Los elementos cortantes en este poemario, las dagas, las tijeras, las navajas, los cuchillos sugieren también esa frontera, ese filo que divide algo y ofrece dos o muchos ámbitos ámbitos, atmósferas para poetizar; también, lo cortante sugiere un elemento ritual, la poesía sucede a cambio de la inmolación, da tal vez el conocimiento por la sangre.
Conforme el poemario avanza aparecen otros aspectos, lo filoso sigue y da continuidad a los poemas, pero ese dolor toma un matiz placentero. La poeta encuentra un recinto diferente que elige la vida, el erotismo y el amor como otra forma de hallar lo cortante, lo filoso; sin embargo la sensualidad atesora la recompensa de esas llagas:
Finísimas agujas de cobre
sobre los puntos de la pasión
entran desapercibidas en los labios de la vulva
o el pabellón de la oreja izquierda,
por la lengua roja y a través del cuello.
Delicadas armas para sanar.
Pero el alivio no llega.
Aunque por instantes
un pinchazo lleve mi mente
al blanco de la espuma del mar.
Algunos de los poemas de este libro parecen flechas, su brevedad lastima por esa desnudez con que apuntan los versos; nada detiene su filo, el lenguaje depurado equilibra el silencio con el sonido y las palabras adquieren un peso más rotundo:
La navaja es mi signo,
una marca de agua en los pómulos,
el encuentro con mi demonio,
algo que nada deja estable.
Aleyda deja ver muy claro su vínculo con la poesía, un vínculo que no se acobarda y que se asume como eterno porque es ahí, en la palabra, donde cada acontecimiento toma forma y trascendencia. La palabra es el estímulo, el destino final de los incendios, como escribió Borges en el cuento «El espejo y la máscara»: «Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras»; así la poeta declara su pertenencia: «Sólo tú, poesía, haces que valga la pena/ seguir a la intemperie de la vida/ en el reluciente filo de la navaja».
Al final del poemario la voz poética se eleva, el amor va más allá de lo inmediato, la palabra viaja como hacia un perfume, no se desprende nunca de cuerpo, pero adquiere un matiz distinto de elevación, de aire, de vuelo. También está el fulgor de lo femenino presente en cada palabra. La poeta no deja nunca de cantar, los versos entonan la canción del jardín, del amor, de la poesía que no tiene término:
Las lilas que sembraste en mis senos
—ni te imaginas su relación lógica conmigo—,
Iridiscentes flores del mal amor.
Las corto con tijera de jardín. Y logro volar,
volar del viento que soy,
con los senos al aire,
abriendo las alas que me otorgó la poesía.
Las lilas de mis alas
ni imaginas la relación lógica que tienen con el viento.
Carlos López, escritor Guatemalteco, director del sello editorial PRAXIS de México DF. Poeta y ensayista notable. Gran promotor de la literatura de su país en el mundo, así como un incansable promotor de la lectura y la escritura, por lo cual le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Guatemala 2012.
POEMAS DE ALEYDA QUEVEDO del libro Jardín de Dagas, México, 2014.
Nunca las vi detenidamente ―aunque siempre estuvieron―
y son las mismas a pesar de haber mudado de pétalos.
Jamás es la misma flor luego del granizo.
Algo modifica sus ojos secos y el destello del cáliz,
tan misteriosamente dispuestas en el mismo jardín.
Sus cuerpos me hablan cuando preparo mi daga
―cortes exactos―.
Algo que congele la belleza de la pasiflora o el romerito negro.
La poesía intensifica lo oscuro de mi espesura y lo vivido.
De ahí que decidiera recluirme en el blanco de la casa,
en el temblor del viento que mueve la hierba,
en las líneas de palabras que como dagas,
cortan el punto de la ternura y el sexo.
Por intuición vendí mi alma a la poesía.
Desde entonces sus cuchillos me acompañan,
sufrir por amores una habilidad que está justificada.
De lo que se trata es de alcanzar la intensidad.
Mi alma te ha cortado a su medida.
Está en mi destino, mal destino…
Aunque igual a Jara Idrovo,
amo la intensidad no lo que dure.
Lo que dura el corte de un beso,
y produce un largo verano.
El verso que corta el aire
produce un largo verano.
Con la daga,
los sentimientos son más penetrantes y angustiosos.
Poesía y daga.
Lo que germina y significa.
El presagio,
la crueldad,
conocimiento que se desea.
Versos de versos de versos,
bandadas de voces. Pájaros
de todos los tiempos.
Imágenes de imágenes de imágenes.
Piedras y los mismos misterios,
a los que me declaro fiel.
Cortadas a media noche,
las flores de verano iluminan la habitación del hotel.
Las de color naranja excitan
hasta afectar,
en esa zona que las mujeres confunden con:
Deseo,
desgarro,
defectos.
Las flores fucsia y las excesivamente moradas
distraen y llegan a enervar.
Pero estoy húmeda,
lista para la noche en este hotel del mundo.
Piso un jardín de intimidades.
A las ramas verdes del follaje,
las chupo una por una.
Y la clorofila aceitada me va dejando,
las ganas de ir hasta el fondo.
Mas lo que hago antes de dormir
es leer los poemas de Szymborska.
Aleyda Quevedo Rojas. Poeta, periodista, ensayista y gestora cultural ecuatoriana (Quito, Ecuador, 1972). Ha publicado los libros de poesía: ‘Cambio en los climas del corazón’, ‘La actitud del fuego’, ‘Algunas rosas verdes’, ‘Espacio vacío’, ‘Soy mi cuerpo’, ‘Dos encendidos’, ‘La otra, la misma de Dios’, ‘Jardín de dagas’, y las antologías Música Oscura, (2004) Amanecer de Fiebre (2011) y El cielo de mi cuerpo, (2014) que aparecieron en Andalucía, Guayaquil y La Habana, respectivamente. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Jorge Carrera Andrade” en 1996. Ha representado a su país en los más importantes encuentros y festivales internacionales de escritores en España, México, Argentina, Colombia, Nicaragua, Puerto Rico, Perú, República Dominicana, Venezuela, Francia, Cuba, Chile y Brasil. Ha sido curadora de las antologías literarias: “13 poetas ecuatorianos”; Mordiendo el frío y otros poemas” del poeta Edwin Madrid; “Hacer el amor (humor) es difícil pero se aprende” del escritor Fernando Iwasaki. Es coordinadora editorial del sello independiente Ediciones de la Línea Imaginaria que tiene en su catálogo 27 volúmenes de poesía Latinoamericana. Colabora con revistas de cultura y literatura de Ecuador. Ha sido traducida al francés, inglés, hebreo, portugués e italiano. Mantiene un libro inédito.
SOBRE LA OBRA DE ALEYDA QUEVEDO
Diana Bellessi sobre “JARDÍN DE DAGAS”:
“Se trata de un arsenal de versos que penetran en la oscura y maravillosa insensatez del deseo, el amor y el desamor. En este libro, como dagas finas de una mujer quiteña, los poemas cortan y suturan, al mismo tiempo, el corazón de quien los lee. Basta, por ejemplo, el primero y hermoso que abre el jardín de la casa: «Sus cuerpos me hablan cuando preparo mi daga —cortes exactos—. Algo que congele la belleza de la pasiflora o el romerito negro». Las líneas de palabras, las dagas, como llama a sus versos Aleyda Quevedo, bordan en rojo y negro la ausencia de un cuerpo, pero más aún, bordan el halo del deseo ardiente que sólo puede dibujarse en el vacío, en la claridad del aire del desierto, exacto ahí, frente a esos misterios a los que se declara fiel. Y si debo prendar al lector con estas palabras, lo llevaré ahora a un pequeño y confiable poema, al final del libro, que dice así: «El azote del viento/ en tu rostro luminoso./Golpe de remo,/ cielo oscuro,/ un amor ciego y sin regreso./ Ese pozo del que no se sale,/sino para morir de amor».”
Alpidio Alonso sobre “JARDÍN DE DAGAS”:
“Jardín de dagas es el mejor libro de Aleyda Quevedo. Ahí alcanza un nivel de concentración en su expresión que le da una fuerza y un misterio muy grande a los poemas. Además, el libro tiene una unidad tremenda, no sólo de contenido sino también a nivel composición (muy sagazmente concebida, por cierto) y de escritura: no son poemas que la poeta fue juntando, sino que se siente la solidez de lo que se trabajó como un conjunto, como una tesis que fue desarrollándose en el proceso, y todo con un sesgo filosófico de gran hondura. En mi opinión, éste es un libro formidable, el más trabajado. Dudo mucho de que ahora mismo en sus predios se haya publicado algo superior”.