INVENTARIO
en Verso

Dancizo Toro-Rivadeneira (Quito 1985)

LITOTELERGIA. O sobre el ímpetu de los cantos fugaces
Editorial Vinciguerra. Buenos Aires, 2008.

I

Estación de peces lunares,

desove de astros ya presagiados a nuestra muerte.

¿Qué es lo inexhausto

sino el verde llanto del rocío,

la insaciable palingenesia de una lágrima

resbalando como el suspiro del ojo herido?

La última estimación de lo que falta por llover

hacia las tierras en aradas sedienta,

hacia la harina que los molinos aceñando entregan

para endulzar la oscuridad

con un perfil de desfiguraciones,

para vestir de chispa al lexema

de lo que rompe el tiempo

y se consume con solo sentir

los ojos en el rostro,

la piel en la noche,

la mordedura en el silencio suciamente iluminado

por sedestaciones de campanadas distantes.

Todos caminan con una piedra en la mano,

no saben qué hacer con sus piernas

y algunas adquieren la garra mineral,

la autumnal exfoliación de los tallos.

Otras estudian la intención de las piras volcánicas

dispuestas al equilibrio.

Y se arrojan

no se arrojan

nos detienen

se detienen.

Pluman de cenizas trazadoras,

de musgos astillosos e irascibles

tratando de no interactuar con los cuerdos,

con los dogales heliotropos,

con la centrífuga expansión

de las revoluciones adjuntas al peregrino planeta.

Se gastan en palimpsestos glaucos o ligeros

de cuyas venas partidas se transcriben

las efímeras y los eones,

los réprobos y los prematuros vientres,

el apantismo y los renuevos inquietos.

II

Pero tú,

tan etróbata y halíptera

tan pétalo y cascada.

No esperas por la luz envejecida de los astros

para cantar la distancia que salvas

con una pedrada ungida de tu estro fluorescente,

menada por sales de escasa exposición

hacia las vaharadas apacibles.

Sudor a busto y falda de montaña

que acapullas en los venéreos emulsificadores,

sangrantes

galactóforos

de densidades poco habituales para ser tomadas

como un estado de tormentas dulces,

de cosificaciones muy profundas para ser tragadas

como una aleación filosofal de verdades.

Composición de flamas plenas y vientos fríos,

de húmedos abismos y cimas transparentes

que transcurren confiando

en la interpelación continental

que advierte por tu inmutable ímpetu

de transformar las sierras.

Y andes de distancia te celebran

por pendular caprichosamente los intermareales

márgenes de un movimiento sosegado

que consigue emerger los piélagos ilustradores

de la undosa significancia

con la que las interacciones florales y polínicas;

los amplexos solares y hervescentes

se van urdiendo en una caricia que me entregas

siendo obsequiosa brisa diluida al tacto;

de selva y río rebelde,

siendo de humanidades

con el color de las raíces fúlcreas.

Mimesis

mimetismo

inescrutable adopción de formas dadoras

que se inspiran del gusto

con el que suelen tomar las armas de las que no se guardan,

con el que suelen blandir los fuegos

de los que no escampan,

soberanos por la altivez

de quien mira con su propia luz

y enristra la barbilla

para inspirar galaxias pendientes de su rebelión.

Dendrobios

Troglobiontes

Trashumante imprecisión de no saber qué se desliza

y cuál es el sustrato de la guerra.

Si son sus efigies arbóreas

o la tierra abnegada.

Si son sus estípites perpendiculares

o la ligera proporción del horizonte;

la ajedrea antiemética y perfumada

o la náusea que acompaña a los inconformes

por los jardines de ucronía e idilios.

¿Quién dispará primero?

Las salvas, los jabillos serondos y pendientes,

la esporulación de los hongos en polvera,

el choque frontal de las cornamentas.

O la tonante recusación de los cielos intempestivos.

Es no poder afirmar;

si son sus mandrágoras o los torsos perdidos,

el saldo de una antigua lucha por favorecer

a la rarefacta porción de lo que te compone.

III

Brácteas acinturadas

para abrirse de un modo virtuoso,

dehiscencias acompasadas,

lascivas

que nos sorprenden

con la pulpa de los dedos derretidas

sobre el hollejo de su disipado manantial.

Con la boca aceguera repleta de brotes delicados,

enjundiosos

alcuceros

tornados por la narval estimación

con que las aguas suspiran y retozan

entre tus parvas de barrocos y escarlatas tintes.

Senderos liberoleñosos,

balsámicos

bosques nimbados por convalarias de vientre suspenso

radiante

estremecido en un aliento exudado de nefelibatas

con facilitada travesía alrededor,

en rededor,

de la telúrica inquieta.

¡Periplanetas!

Prodigarían los ápices, las cimas arbóreas.

¡Cosmopolitas!

Agitarían tanto los extremos distales

como las encepaduras desde donde se origina

la ascendencia portentosa

por los capilares intersticios de la madera

vigorosa y erguida;

que ancla a esas fáunicas espumas

no dispuestas a verterse

para no pandear los trazos justos,

en circunferencias ontogénicas,

en hábitos circadianos,

en revisiones históricas,

signatarias del gran libro de las inequidades.

No entregadas a la discordia entre el arco y el iris,

entre la esfera y el geoide,

sino empeñadas en cumplir la indivisible nota

que eternamente asiste al nacimiento universal

y se contiene así misma y como ejemplo

escanciando su elegante entrega

a donde queda la totalidad,

lo bellamente inmensurable.

A donde solo puede llegar

lo que ha empezado a ser

sin dejar de ser en sí mismo

la reveladora consecuencia

de un intento sin necesidad.

Sin por ello redimirse,

desgastarse.

Sin salvar a nadie,

ni matando.

Sin siquiera demostrar orgullo o sumar belleza,

solo suceden por la gentil aprobación del ritmo.

Porque no existe hacia donde

no es legítimo un desde cuándo.

Y las conversaciones de las hojas trinando al viento,

y las conversaciones de las piedras

seduciendo a las grietas,

a los pliegues.

Todas las oraciones cicatrizan de florescencias

adquieren las propiedades del fuego,

su deleznable trabazón con el espacio hervoroso

en dátiles, en miriáfidas flagelaciones

que nos alcanzan los vocablos iridiscentes del viento;

la sabia atizadora

que nutre a la nuestra de inquietudes,

de consideraciones encalabrinantes.

Y se llega a frisar con su temperatura en el pecho.

Se llega a gritar con una lumbre en el vientre

todos los oprobios que estimamos

dignos de nuestro reflejo

en las tristezas emprendidas;

todos los aguijones enhiestos

que esparcimos con nuestras disculpas

por no haber sido un enjambre furioso,

por haber requerido del cauce cobarde de la edad

para medir lo que no ha de salvarse

de nuestras manos

lo que habremos de conquistar

con un nombre en los labios

con una postura rampante

de denominaciones espurias

lo que habremos de aprender a identificar

como imposible

para nuestros élitros torpes,

para nuestros horcajos secos,

para nuestra risa dolorosa.

IV

He aquí los atanores

que han hablado de tu geogonía

de tu origen ambarino,

azabache

lapidario.

De incandescencias

que posadas en el sino de las cordilleras

aún en cierne,

aún en reposada simiente,

esperaban por el prodigio de tu altanera recusación;

a las huidas sedentes y taimadas,

a las reacciones tardas y sombrías.

Cuentan de aquella noche pediluviana

en que calzaste aguas minerales,

hontanares

y educando a los artejos del orbe

emprendiste la travesía

donde los cuerpos empezaron a tocarse,

a partirse

a ayuntarse

flexionando

estirando sus apéndices

entre otras cuantas copulatorias danzas.

Ubérrimas danzas,

anegantes de lujo y belleza

donde el espacio derrengaba y rebullía,

era salto y embestía,

cada tanto más cerril,

más selvático,

cada inclinación más altivo y profundo.

Donde las proporciones eran el modo más gentil

de referirse a aquello que hace sentir piedad

por nuestra inerme gracia

de provocar a los mares.

Entonces,

Ya mi densidad de carne

estaba concedida al ansia

de oleajes complementarios,

de lubricidades precisas,

de órganos inundables y sorbibles

a los que habría de comparar con tu arte

litotelergial

metempsicótico

sencillo

infinito.

A los que habría de comprender

como animales portadores de tu genio

orfebre y poético.

Devoradores

insaciables

tempranamente listos para ser bebidos.

Escandidos

achotados

colmados de aceites y salivaciones refrescantes.

Entonces,

ya su levedad de piel estaba dispuesta

en los primigenios aromas con el que expresabas

el favor a las órbitas laudoras,

expectantes.

Estabas copiosamente extendida

sobre la fructificada terramenta

con gusto a delectaciones aun inconsumadas,

demasiado lascivas para suceder

a los almizcles,

a la apertura de los cálices fervorosos.

Apenas calculadas para la escisión

o la postura de más generaciones

que sabrán hallar sus delicias maternales

imitadas ya, sin el perfume fundamental

entre otras confluencias sedientas,

igualmente susceptibles

de la celebración por la cual

las musculaturas crudas,

impetuosas

de una voluptuosa furia

pueden entoldarse con membranas

moduladoras y tersas

urdidas para gastarse

tan propias como ajenas

para tenerse,

para cubrirse de los mejores climas

de las mejores estaciones lunares.

Mientras las solfataras solfean tu gesta

con una constelación en el último verso

que me impide pensar

en la amargura de esta noche encinta

sobre la que escampo del alambre

para no seguir el viejo rito

de hilvanar mi jaula

con el cáñamo de las constituciones;

para conculcar la costumbre

de ataviarse de cencelas y grilletes,

de reírse con un asentimiento forzado

con una furia adormecida.

V

Es una zoomorfa bocanada de ceniza,

una regurgitación piroclástica y soberbia,

acimutal del medio día

que me entrega este canto dulce,

maduro

Redondeado por la hipérbole ruta de la fuga

hacia el escorzo de una huella profunda

en la lejanía que me habita

y con la piedra en la mano

trenzo mis piernas al viento

y antes de soltarla a su vuelo

viador

noctívago

impetuoso

la escucho decir con su anfractuoso aliento:

No hiciste mal en llover

aunque quedará la misma cantidad dispuesta

a sumergir el mundo.

Tú ya conocías los vados,

por ti llevan el nombre

de anádromas esas tintas

que honran vuestra espera

con sus sales,

sus jarcias tributarias,

sus bordes amigables y sinceros

de los cuales la palidez de tu rastro se manchaba.

RECUSACIONES
Editorial El mono armado. Buenos Aires, 2009.

DESOBEDIENCIA

Óbice ser

óbice del hombre:

Obedecer

Es una lágrima tener que despedirte

pescador de obediencias

Pero allá en la tierra te entenderán los ojos

desmosquearán la carne en ese muerto enorme de animal al hombro

que encontrarán parido

y extenderás las redes,

las manos lanza,

tus pies conflicto

tu lengua bala que trinará en seguida.

Entre las piedras piedras y las criaturas

inventarán tu nombre:

dos tobillos en Estado de costumbre,

un gusto uniformado de no saber la vida

e inventar la calma.

Pero si nada calma en este mundo mundo

es de ver la violencia con que caen las hojas sobre el asfalto

amenazando

cómo pluman en el aire su desobediencia las aves

Y amargan las flores en su dulce fruto si comercia el hambre.

Qué obediente el niño

Qué obediente el hombre

Cómo estudia el niño

Cómo trabaja el hombre. (VICEVERSA)

HAMBRUNA Y EXEQUÍA

…son los cuerpos en ataúd

causa de muchos males

Arduan la harina y el agua

un botón de tulipán, la más humilde techadura

puede costar la vida

por eso deben cerciorarse que el cadáver

no devuelva a tierra

que no suelte sus segundos tintes

así de huraña manera.

Si después de tu vientre ese niño pregunta

por la olla de tablas que deje vacía

cuéntale de lo búfalo que fui

de que abrevaba

esperando en vados hacerme a los reptiles,

dile que mareas atrás yo era un encaramo de manglar

donde escuchaba el desove de las algas

a los cangrejos que hozaban en la arena.

Dile que el hambre es un cosechador de manos

tranquilas que intentaban alcanzar su fruta

y que reviente contra aquel que me dispare

o le ponga cuerdas a mis fauces,

que se deje a la ráfaga y golpee la cara de las naves

que a barlovento echan su veneno,

dile que suelte esas manos tranquilas

y pespunte a su pulso estas palabras cuando crea

que puede dejar exequias a costado de una tumba.

EN BUSCA DEL PENSAMIENTO MÁS TRISTE

Debo enterar al musgo, donde incestan las cifelas del tejado

que alguna vez tendí la espalda sobre verde y joyante seda.

He de dar cuenta a la crisálida sombra del almendro

a los horados escarpes del jardín,

donde oviscaptos turgentes sembraron el botón de una cigarra,

de los versos que puse en hojas artificiales

de los estróbilos cargados con el polen del invierno

que arranqué para festejar la disposición de sus plumas.

Es importante

confesarle a las cantarófilas flores

a los domancios que transitan la piel de enredaderas

a los moluscos cementantes de las rocas marinas,

que alguna vez terrible amanecí atando escarabajos

para integrarme al crecimiento nocturno de las nubes,

que  pise hormigas por festejar con pediluvios a la tierra

y me atavié con lascas impetuosas

que una salada chispa arrojaba a la marea.

Por otra parte

embracilados niños se han desmedulado con mi arrullo

y viciando el agua de los tanques,

con el rizoma de agenerias y misantropinas,

he prevenido la bilis negra en las desganadas gónadas

que escupen su sin remedio de fecundidad y hastío.

He violado a enormes mujeres en el lodo,

aun otras mucho menos acídulas,

y tras arrancarles el hígado por los muslos

las he obligado a partir con el rostro

cubierto de excremento y astillas.

He dado muerte a los que anunciaban su inocencia frente a mi puerta

y conculcado cada ley con insistencia,

declaro

firmemente

con un puñal en la voz

con un incendio de torres en los puños

que no habido en mí algo

que me provoque más asco

que más muerda el pensamiento

que más escamas me parta

Que ver morir a una lombriz en la guerra de los hombres.

AUSENTES

¡Un presente!

¿de las ausentes

cosas que compramos en el viaje?

Yo, suelo volver con viceversas

Traigo cargamentos de ruido

para tener con que tropezar

en esos días nublados

que los ojos son tan solo

el resto de una tortuga inerme.

He venido con ensalmos

que cantados como insultos

 a los hombres y sus patrias

nos cuidan de perder aquellos

versos desquiciados y furiosos

que de escribirse, se borran.

El regreso fue por demás infortunado

no hablaré de aquellos por menores,

pero he logrado conservar obsequios sinceros:

Florilegios de frutos saturnales

para sanar la risa,

piedras hemostáticas para encofrar las llagas

hondas de intelectuales riñas

y conservar de este modo,

la sangre necesaria para esa mancha

que hemos de ser

tras la última grosería.

Vengo cargado de tinturas

y venenos sin vocales;

traigo la cal y el carbón,

el ocre rojo de hierro,

el amarillo del cadmio,

práseo cromo,

azul cobalto,

colores no cortados del músculo geológico

y llevo púrpuras

y llevo sepias,

que no han sido obtenidos machacando moluscos

vigorosos y silvestres pigmentos

que uno recoge de aquellas tierras y mares

pensando en ironías.

Llego con estos ausentes

no traigo fotos,

no fui turista

advierto que allí dejé

mis anécdotas sexuales

el acento

las esquinas.

Sirvámonos por favor

es todo suyo

es sinceramente suyo

hagamos de aquella poesía.

LA DANZA UBICUA

“semel insanivimus omnes…”

“nosotros que insanos algún tiempo…”

La canción de los dunceros

¡Mira como danzan los dunceros!

y es que,

hay que saber hendirse

arrastrarse

imprecando el equilibrio

dilatado de angosturas.

Hay que perder los ojos y el color

al zambullirse,

sustancia de reina

ninfa de atardeceres

Mira como danzan

siente como juntan

los órganos

en los órganos

un solo cuerpo, sí

la lujuria nació como un florilegio de flechas

como un canto de dislocaciones de guerra

pero es que

¡hay que querer hendirse!

o por lo menos,

 dibujar el peor de los casos para entender el ritmo esta danza

Lo que sería de nosotros

cuando pierdas esta piel que nos lubrica el mundo

y derrumbadas de virtuosas putrescencias

se perdieran todas como tú mujeres

calipigias

verticordias

obsequiosas mujeres

Cuando solo quede una infinidad de rocas licenciosas

de sexualidades increíblemente trasgresoras

que me retendrán en la orilla

con la melancolía en los testículos.

Pero aún así

en mi cuerpo germinán esporas,

desprenderé de sus indusios al helecho,

meteré mi nariz en el cáliz de las flores,

perderé las pubescencias en el lodo,

olvidaré que anida en tu vagina una fauna hermosa

e inevitablemente me sentiré impío

sucio

lujurioso

un insomne que aprendió a eyacular dormido.

¡Mira como danzan los dunceros!

sin castidad

sin castigo

como sorben y muerden los senos

de la virgen.

Huele como nacen,

como envisten y se entregan.

¡Mira como danzan los dunceros!

Danza conmigo, ubicua.

LA ESPUTACIÓN DE LOS ALIENADOS
Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 2012.

El crisol de la Tierra es pujante

El crisol de esta honda hermosa

terradura

es desmedida.

Un ánimo de lavas por fluir montañas

por profundos de hontanares huesos

una fibra.

Tal es la plenitud del mundo:

Aquí hay carnívoras y antófagos,

geómetras e inmundometristas.

Sinvértebras criaturas

urdiendo galerías en los cuerpos.

Envórtices semillas

desenvainadas de aire en la caída.

Silenciosas, hay canoras,

cantarinas,

colores profundos en las flores de la altura,

hifas que truenan una dulce luz

en la madera de la noche.

Aquí hay melíferas

mieleros

rizófagos, estercoleros

nidífugos, troglobios

vapores

escarchas

auroras

cascadas

chispas aladas de perfume.

Dendrobios

estibadores

hibernantes

hay orugas, peses transparentes.

Plumas espermas

escamas huevos

exuvias otoños

estros

y muertes hermosas.

Artificium Arcifinium

Pero nosotros, con los codos en el sueño

con los pies calzados

para hollar en un mismo paso

la piel y la glándula hervorosa,

castrábamos la tierra

costrábamos aborrescentes        

su horizonte de sucesos puros

con agriculturas sodomitas,

a fin de yugular el vientre con las hambres

con todas las bromuras hambres

de la que fue capaz el antojo

lánguido

entre las ganas de eructar y la asfixia.

Aciagos y travestidos

pusimos a hervir la piedra de la furia

hasta hacerla

soltar su magnetismo por la sangre.

Bebimos y entre sorvos

torvos

anunciamos:

Que no respira quien no apuñala,

que no descansa quién no arrepiente,

que no serpiente

regresa

quien no ha quedado herido

caminando

criminando

herido, no regresa.

El cazador y la trampa heroica

El poeta es el genio del recuerdo

 no puede nada sino recordar

 nada sino admirar lo que fue cumplido

pero del depósito guardado en su custodia

es guardián celoso.

… Esa es su actividad, su tarea humilde

su leal servicio en la mansión del héroe.

Johannes de Silentio

Nosotros

cazadores y tramperos

clareadores del bosque, imagineros.

Empecinados

lomamos a las libres bestias

liamos sus hocicos

abozalamos.

Echamos recua los badales,

los aciales del ancho verbo,

para tener con que mojar el pan de la mentira.

Cantamos entre el crepitar y la ceniza un buen poema,

uno de esos donde el héroe sabla y esquirla mudo.

Donde el héroe rema y cabalga

con el instrumento pecho de su propio aire.

Donde uno entre los hombres es el que taja la tierra

para ver si brota un pétalo en su nombre.

Donde uno entre los hombres

suspirando

con el ruido bajo de sus sales tibias

amenaza:

De aquí en adelante empalaré a los descreídos

ensillaré mis elefantes en la orilla

aplicaré el acial más justo

hasta que vejadamente ebúrneos

expiren aquellos que no conozcan mi medida.

Pusimos, entonces

buen oído a las lengüetadas del fuego

que decían sobre la pira y el espanto:

El motín del héroe tiene

oro, púrpura,

seda, semillas,

anforiscos de almizcle,

piedras bezoar,

ámbares

magnetos

teámides

elementos brillantes, radiactivos.

Tiene petróleo y madera

marfil,

pieles

aletas

genitales de animales

domeñados por la trampa, el filo y la pólvora.

El bolcillo del héroe tiene el miedo,

necesidades,

el hueco de los perdidos,

hojas blancas para la historia,

servidumbres gargantas para el poema.

La edad de la salmodia

El segundo error que cometimos,

ya bien entrada la edad de la salmodia,

fue poner al poeta a echar chistes copulatorios,

mecanismos labiales que versaban

proponiendo la risa y el beso

como alhajas de un ronco suspiro.

Una torpe incursión

en la infame hormona

de la palabra amarnos.

La delicada

saudosa

torpeza

de las inclinaciones morbosas

apasionando con fuerte espuma los agujeros,

las protuberancias nervadas en doble belleza

por cicatrices pulposas y heridas tozudas.

Pusieron colibríes en los pelos de la carne

adornaron de pétalos senescentes

el cuerpo muerto del amante

hecharon sedas en los callos de las puntas

y melifluos en las babas de los órganos turgentes.

Propusieron que el crepúsculo y el corazón

eran algo que podían tener sentido

alejándolos de su pura y crepitar tarea,

que la vida era una inmortal tragedia

de hacer algo con las piernas de otro alguien,

fingiendo que se trata

de una molestia angustiosamente perseguida.

Sostenida por un gas que llenaba de temblor

el interior de las costillas.

En el jardín del desdén

Existe una naturaleza que absorbe

la heterogeneidad de las metáforas.

Wallace Stevens

Cayeron de la profusión a la acrimonia

boquirrotos en una llovista poetera

defoliadora

que regaba el germen y el incendio

con frenesí en sus aduares.

Lasitud

a raudales lasitud.

Un barro venéreo, vengativo

para llamarlo todo por unos cuantas congojas

que defecan sobre la vida

amando y odiando

temiendo y deseando

matando y matando.

Había heredado de una vía dos mandatos:

Las gónadas sufridas de sus padres sentimentales,

y los puños envilecidamente afeminados

que trazaron sus heroicos abuelos

en los muñones necrosados por la abulia

que endiosaban fingidamente descreídos.

De ahí que el poeta no encontró más hontanar de música

que la infusión de toscas malfetrías

la autofagia, la masturbación ociosa o el tedio.

No podía sangrar

porque estaba bebiendo de su sangre,

no podía maldecir

porque no constaban convencidos de su trueno.

Empezaba a acalambrársele el tiempo,

en la invención de la que fue capaz un día,

cuando ocupó su mente con dos cosas

y empezó a colocar,

junto al nombre de una, las señales de otra.

La metáfora le estaba haciendo sentir

extremadamente inútil,

se volvió un ridículo taciturno.

Una mota de polvo que traía consigo

su parque trágico,

un atolondrado a quien las cosas

le fingían revesadas,

un adulador silente de parafílicos y perversos

que calentaba sus manos en las pubescencias bajas del vientre

y enfriaba sus ojos con la esperma

que no podía beber ni escupir de su boca.

Cambio el cabello de los héroes y el menstruo de las vírgenes

por el desdén que le antojaban los seres con cabeza.

El desdén era el néctar que hontanaba de las flores péndulas de su baba,

el licor que recalaba entre las desnudas pieles de la tarde.

No, la amargura siquiera, sino el desdén

y aun cuanto le dio por ponerse el acial de la locura

se sentía un ser demasiado exhausto como para servirse las vesanias

que hacia crecer la luna a las orillas de su muerte.

Arribo y defaunación del fuego
Calambur Editorial. Madrid, 2021.

Arribo

I

Nos ha llegado el tiempo
de la roca absoluta,
el clima es ahora
la perpetua saciedad.

El Abismo que mira,
potencia primordial
donde antaño manaban
luciérnagas fecundas

en nuestro torvo tiempo
es la Ceguedad abismal;
la reluciente farsa
de la materia plena.

¿Cómo podrá entonces
el viento dar su fe
entre anegados juncos
y herbáceas liras?

¿Cómo podrá el ave
dar justicia al momento
de la errancia y del nido
en este día eterno?

¿Cómo podremos cantar
y qué diríamos si
el desbrozado espacio
no muestra ya más tierra?

¡Oh defaunados dioses!
¡Oh cercenadas flamas!
A vosotros, númenes,
encomiendo mis versos.

II

Por fuera del viviente
la extensión rezuma
en coagulada sombra
nuestro abismo bautismal.

Como un cristal de sangre
que al perder el pulso
concreta su estructura
rodeando al que desangra.

Así cuaja nuestro ser,
sin terrenal morada
en esta intemperie
en la que nada dura.

¿De qué criatura pulsátil
se vertió esta sangre
—materia derramada—
que lo congela todo?

De las tempranas selvas,
¿cuál fue la defaunada
en original crimen
por la incipiente lanza?

En el pensar humano
hay algo que, así mismo,
se derrama y espesa
sobre aquello que crece.

Elementales raíces
de entre vosotras Madres,
¿quién fue la profanada
por el temprano verbo?

III

Como todo es sólido
número, o palabra,
y el espacio un dios
mísero que no siembra

más que nutricio ruido
en su esquilmada vera,
más que bramante humo
en su cielo escandido,

hemos de investigar
con los labios prudentes
del bullicio, su origen,
para acendrar el canto

que, al enristrar la lira
del vagabundo numen,
trocamos en la vara
para contar sus cosas.

En la altura celestial
que la humareda alcanza
con calmados párpados
hemos de sondear el aire

por la enterrada causa
del primordial incendio
que defaunó la flama
originando el humo,

hemos de escudriñar
con prístinos pulmones
el ser que nos esconde
a ojos del asombro.

IV

Y quisiéramos forjar
un instrumento, pero
el crisol de la tierra
está lleno de escoria.

Quisiéramos sostener
el presente de la flor,
pero nuestros labios
rompen en añoranzas.

Nuestra imagen del orbe
coincide con su costra;
lleno de consumación
está el árbol del mundo.

Ateridos, los peces
reclaman nuestra espalda;
los calcinados buitres
abaten nuestros puños.

¿Quién ha vuelto inútil
a la fragua materna
que nos promovió desde
el gélido gusano?

¡Oh tremendo arrecife!
¿Podrá nuestro canto ser
una lluvia de líquenes
que empiece nueva tierra?

¡Oh cadáver vegetal!
¿Podrá nuestro silencio
fundar la nueva vida
en tu fósil corteza?

V

El espacio es el cuándo
donde ya nada mora;
solo entonces, un allí,
y un punto de partida.

Tal es la franca ausencia
de lo que, moviéndose,
no crece ni circula
y, estando, no dura.

No es en el pasado
donde la raíz anida
ni es en la sima donde
se abre el magma del volcán,

sino en el dócil humus
de la presente tierra,
donde la encepadura
crece, brama y se nutre.

¿Podríamos quizás
abrigar nuestros bordes
con el recuerdo frágil
de la extinta hoguera?

¿No es acaso en el lecho
de la viviente flama
donde el calor anuncia
su caro advenimiento?

Desde que defaunamos
nuestro sagrado fuego,
todo lo encona y pudre
su desatado humo.

VI

El omnímodo vientre
de la naturaleza
da a luz sus criaturas
en delicado celo.

Aureola con su pulso
los placentarios velos
que habrán de disolverse
ante la consumación.

En su escindido pálpito
los vivientes sobrellevan
la cantada advertencia
del circular camino.

Esa apertura no es
la de un reciente párpado
que se corva, incierto,
hacia el envés del ojo

ni la de una cigarra
que se zambulle en tierra
como animal semilla;
sino un pez que salta.

Esa apertura es como
la del relámpago:
El abrirse redondo
del ser hacia su fuga.

El omnímodo vientre
de tornadizo fuego,
con lo mismo que alumbra,
su plenitud asombra.

VII

Como el nuestro hay muchos
lenguajes circulares.
Mas en el habla, también,
piensa el ser parabólico.

La arrojadiza lanza
y del cañón, la bala,
figuran el derrotero
la gravedad marina.

Entonces se nos piensa
desde el tensado arco,
vocablo a vocablo
se nos habla desde fuera.

Una red que en el aire
trampeará los peces,
un fórceps que en el cielo
ensanchará su lampo.

Con el pelaje invernal
de las comadrejas
los pinceles de oriente
hartarán nuestra historia.

¿Qué es lo que nos habla?
¿Qué diáfanos nos abre
para alumbrar el eco
de la increpación propia?

Los instrumentos son
el habla que llama al habla,
la bala que nos mueve
a caer sobre un pecho.

Dancizo Toro-Rivadeneira (Quito 1985). Biólogo (CAECE Buenos Aires, 2010). Ha realizado las maestrías de Biología de la Conservación (PUCE Quito, 2012); Epistemología de las Ciencias Naturales y Sociales (UCM Madrid, 2014) y Biología Evolutiva (UCM Madrid, 2016). Actualmente reside en Madrid donde realiza dos investigaciones doctorales, una sobre Filosofía de la Ecología (UCM Madrid, 2015 – actualidad) y otra sobre Biología Evolutiva (CSIC-MNCN, 2018 – actualidad). Ha formado parte de colectivos artísticos en distintos países de residencia. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas literarias. Ganador del Primer premio en el Encuentro Internacional Reunión de Voces (Buenos Aires, 2009). Ha escrito y publicado los poemarios: Litotelergia, o sobre el ímpetu de los cantos fugaces (Ed. Vinciguerra. Buenos Aires, 2008); Recusaciones (Ed. El mono armado. Buenos Aires, 2009) y La esputación de los alienados (Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 2012).

Dancizo Toro-Rivadeneira

y su hijo Darwin.

Yo me siento satisfecho al escribir un poema o escuchar a alguien recitarlo, cuando este se ejecuta está al mismo nivel de lo que se ejecuta en el canto de las aves, en la estridulación de los insectos o los fuegos fosforescentes de las luciérnagas (llámese como quiera, yo lo llamo poesía). Nuestra poesía es una expresión de nuestra ecología.
Lo que hacen las aves canoras, los insectos o las luciérnagas, son composiciones análogas tan ingentes y antiguas como las nuestras. No es que las aves canoras, las cigarras o las luciérnagas escriban poesía, claro está, sino que nosotros al escribir poesía, por ejemplo, hacemos lo mismo que aquellas criaturas al trinar, estridular o brillar.
~ Dancizo Toro-Rivadeneira