Soy el extraño
POEMAS DE BRUNO SÁENZ ANDRADE
INTRUSIÓN
Tiembla la llave en mi mano. Entreabre el cuarto vacío. Se ha anticipado a mi ausencia.
Soy el extraño que arriba a alcoba, a hacienda saqueadas. Se ha quedado afuera el amo, la pieza de menor precio.
La luz recoge las redes de polvo, de telarañas. Toca con melancolía la mudez de las reliquias.
Nadie va a extrañar la falta del señor de la morada. Nadie, a quebrar los candados del baúl de sus desvelos,
a abrir la caja de hierro.
Lleva el viajero consigo, hasta el esquife nocturno, el fardo con la vajilla de plata, las onzas de oro. Ha de arrojar por la borda la pesada impedimenta.
Las orillas de la estancia solo guardan la osamenta, la árida piel del espíritu, los papeles desgastados por el roce de los dedos.
Muevan amor o la urgencia al no buscado inquilino a sacudir de los párrafos la siega de otras lecturas; a pluma recién cortada,
a dibujar con primores la inicial del nuevo canto en los márgenes del libro.
ELLOS, NO YO
Atas con la mirada un tiempo que empezaba a huir de la memoria.
Tomas -así la rosa, una página blanca, la carta de la amada-
uno a uno los nombres de cuantos se alejaron, amigos, pasajeros,
perfiles vagabundos -anónimos, por ende.
Tratas de rescatar del olvido y, acaso, del muñón de un recuerdo,
la palabra furtiva, el encuentro entrañable, la nobleza del párrafo,
la risa estremecida, el amor de la muerte.
No puedes arrastrar a tu senda la hilera de las sombras infieles.
Tú mismo puedes ser un trazo en su cuaderno, la pregunta en su lengua.
(¡Oh, las voces inéditas, el rostro sin afeites, las máscaras de vida,
los trajes que han vestido!)
Pisa solo el camino. Nada se te ha extraviado.
LA FIGURA EN LA PUERTA
La llamita de la vela arde en la mano del hombre.
Quema la mecha una esquina de la clausura nocturna.
Quiere ser lengua elocuente que ofrece la bienvenida.
El señor no está presente. El maestro de la música se encuentra siempre de paso.
Ha de acogerse al cobijo de una casa hospitalaria.
Pasa el umbral cuando alguno le ofrece la mesa puesta, el lecho del peregrino.
El cantor, sus visitantes, piden solo al bien ajeno los diezmos de la pobreza:
la amistad, la voz ligera, la discusión sentenciosa,
la copa llena hasta el borde, el aguardiente feroz , embriagador de la idea.
Bordan íntimo preludio, la sonata pasajera, la pregunta, la respuesta, la variación ingeniosa.
Se anudan entendimientos, alianzas imprevisibles, diálogos que dan lugar a callados compromisos.
No los recoge la pluma del escriba irrevocable.
El fino oído del músico anticipa la armonía, el timbre que ha de dar gloria a la insinuación del verso.
La destreza del pincel intenta, sobre la tela, detener una visión, parar la fugacidad, inmovilizar el gesto.
El lienzo conserva intactos la presencia y el misterio. La imagen iluminada no ha de abandonar la puerta.
MAGNA ASAMBLEA
Hablan con recogimiento.
Hablan con sabiduría.
Las sombras glosan las voces sentenciosas de otras sombras.
¿Tiene rostro, pico de oro, porte de predicador el que ofrece el homenaje?
¿Alguien le da una respuesta?
El sudario disimula la silueta del maestro.
La acuciosidad de un dedo dibuja un surco en el polvo.
La ausencia se halla muy cerca de la puerta de salida.
Nadie graba sobre el mármol la fecha o el epitafio.
¿Se pregunta el celebrante si ha nacido, si se ha muerto,
si se apartó de la carne sin haber puesto en el suelo el pie, la ilusión del alma?
Es delicia de la mosca, regalo del agujero, el registro del Cabildo.
Alguno ha de ser testigo del saludo portentoso, de suspiros y estertores, del rechinar de los dientes.
(Un ser vivo se ha juntado a la nocturna asamblea.
No quiere mirar atrás pero la vista tropieza, adelante, con la losa, con el tapial clausurado.)
Las lenguas (el muñón solo) soportan mal la palabra, el dolor del alfabeto.
Alza el orador -lo sigue la señera concurrencia- el vaso de vino añejo.
No ha de estropear este caldo el óxido de las horas.
La celda de las costillas guarda carbones de sándalo, rimas tiernas, homilías recién lanzadas al fuego.
Canta el viento de la parca entre las cañas resecas. En vano trata la astilla de retener los jirones.
ASCENSIÓN
Estuve allí con ellos, uno entre los apóstoles, un siervo entre los Once.
En mis ojos y el cielo de inmensa transparencia, la persona del Cristo se elevó a lo más alto.
Dejó, al pasar la puerta de un Edén invisible, un vacío encendido, una gloriosa ausencia.
Rememoran la escena catecismos y lienzos: el agitado grupo, la ilusión de los dedos que tratan de aferrar un jirón de la túnica,
el labio balbuciente.
No acababa de irse, de huir de mis pupilas. Yo aún sentía su mano -¡oh, ademán de confianza!- lealmente posada sobre uno de mis hombros.
No hubo un solo discípulo ajeno a esa manera feliz de tentación: la de volver la cara, de mirar al amigo.
Ninguno de nosotros quería darle la espalda…
No quitamos la vista de la figura en fuga. Libramos a la Fe la secreta presencia.
HUIDA OPORTUNA
Dejo la pluma a un lado de la página blanca.
Resbalan del cuaderno las palabras altivas, los felices hallazgos,
algún borrón, las manchas.
Mi mudez justifica la obra de las enmiendas.
No envidio los festines de la lengua y el verbo de los demás escribas.
Salgo sin hacer ruido.
El rumor de otras voces, de otras sabidurías da razón de mi ausencia.
Bruno Sáenz Andrade nace en Quito, el 13 de septiembre de 1944. Graduado de abogado en la Universidad Católica de Quito y con estudios en Toulouse, Francia, ha desempeñado diversos cargos públicos, entre los que cabe mencionar el de Subsecretario de Cultura y el de Director de la Escuela de Fiscales del Ministerio Público.
Ha publicado teatro, relatos, ensayos y poesía en Quito, Guayaquil, México y Mérida, Venezuela. La Casa del Cultura del Ecuador ha editado una amplia antología personal suya; y ha sido incluido en algunas colectivas nacionales e internacionales.
Es miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua desde septiembre de 2014.