Samanta
UN CUENTO DE ELIZABETH QUILA
(Ecuador, 1966)
SAMANTA
Durante el lapso de la existencia de Samanta la madre de ésta arrastró cual pesada cadena, con eslabones de desilusión y culpabilidad, todo el trabajo que le significó atenderla a tiempo completo dada la incapacidad total de su hija. Samanta no hablaba y aparentemente no escuchaba. Los médicos la habían diagnosticado con ese tipo de retraso mental no clasificado porque no había forma de someterla a ninguna prueba de aptitud dada su condición semi-absoluta de vegetal de ojos abiertos.
Pero un día Samanta se vio tal y como era para los otros. Sintiéndose invadida por el mismo sentimiento que experimentó cuando la llevaron a la playa por primera vez donde, por todo el tiempo que duró la visita, se dedicó a observar detenida y abstraídamente la forma cóncava en como aquel techo ardiente cubría el mar. Quiso tocar el cielo. Sumergirse en el agua. Avanzar hasta el sitio donde los dos se unían y anheló ser parte de ambos diluyéndose en aquel fantástico vértice. Pero aquel día también observó que nadie daba cuenta de su existencia, no más allá de la obligación que se tiene con ciertos seres vivos cubriéndole únicamente sus necesidades básicas. Por ese tiempo Samanta ya contaba con diecisiete de esas medidas de tiempo que nosotros llamamos años pero que ella medía a partir de las tres experiencias importantes que recordaba, con claridad pasmosa, como si todos aquellos eventos se le estuvieren suscitando en el instante en que los rememoraba simultáneamente. Tres evocaciones en cuyos espacios extensos pudo imaginar, a cabalidad propia, a partir del conjunto de lo que le faltaba, todo lo que la rodeaba; así también, observar lo que los demás tenían a su alcance de vista pero que ninguno en realidad se daba la molestia de ver en su verdadero esplendor.
Fue un jueves y aquel día hubo mucho ruido desde que comenzó la mañana. Como casi nunca, cuando la asearon en su despertar, no la levantaron de la cama ni la ubicaron encima de sus raíces platinadas, su silla de ruedas, sino que la dejaron con el mismo pijama de la noche anterior y le encendieron la televisión en un canal de musicales, ubicándola frente a esta en el centro, apoyada sobre una pila de almohadas. Hábito vespertino implementado desde que el último médico al que la llevó su madre, hacía mucho tiempo ya cuando aún le palpitaba la esperanza en la utopía, le recomendó estimularla por medio de la música ya que en todo caso, como dijo él, sino la ayudaba tampoco le haría daño.
Ese día se rompieron más platos que de costumbre en la cocina; muchas risas y susurros sustituyeron los habituales sollozos. No supo por qué le provocó regocijo ese hecho ni por qué se sintió entristecida, porque esa mañana no le sería posible intentar devolverles la sonrisa a los niños que, a la salida de la escuela, iban a mirarla por la ventana casi todos los días. Lo único que recuerda de esas tres experiencias que la cronologizaban como ser vivo, claramente, fue el instante en que él entró a su habitación, pieza que confundió con el baño, cuando le dirigió la palabra, visual y oralmente, en son de disculpa. Fue entonces cuando por primera vez pudo dar cuenta de todas y cada una de las extremidades atrofiadas de su cuerpo; cuyas entidades, en su vida propia, se estremecieron desde sus torcidos huesos hasta su dermis blandengue.
Al poco tiempo, sólo unos segundos después, su madre entró a la habitación, se agarró del brazo de él mientras le susurraba que ella era “la niña enfermita” y que no entendía absolutamente nada de lo que le decían. Él la observó de la misma forma en que lo hacían casi todos los ojos que se posaban en Samanta; luego miró a su madre y se acercaron tanto, el uno al otro, que un sentimiento desconocido incitó a Samanta a gritar. Ese día fue la primera vez que se determinó, la primera de sus tres experiencias, la mañana en que se enamoró de él.
Su madre, con el pasar de los años, desde que ella era una niña, limitó la salita de estar a partir de la silla especial de Samanta, de punta a punta, con muchos muebles, plantas, cajas y olores que la hacían sentir a ésta, como en el carrusel, siempre mareada. Sobre la silla, entre todo eso, casi de manera permanente la mayoría de los habitantes o escasos visitantes suelen ignorar a Samanta. Pero ella piensa, ella siente, sólo es diferente: “Yo tengo tres brazos, uno de ellos es verde, con espinas; mamá suele regarlo cada día y por eso es lo único que resalta en su verdor y frescura entre la totalidad de los cuerpos agónicos y polvosos que atiborran este espacio que me sabe a frío de vainilla.
Ellos, hasta esa tarde, solían sentarme al lado de la ventana. Pero ese jueves, como en todas las escasas reuniones que se habían dado en esta casa, apenas podía divisar la ventana desde la esquina oscura donde me plantaron. Justo en el extremo donde termina la sala y comienza el largo y oscuro corredor, que en cada uno de sus lados se presenta con dos latigazos de luz que muestran ojos entreabiertos donde en la última puerta, cual bostezo, se ve la boca luminosa de mi sitio favorito. Este lugar tiene muchos cuadritos coloridos y brillantes. Hay un marcito que no me quema la lengua con su sal y que me permite apretarlo con mis manos sin que se me escape con rapidez de entre los dedos. Mamá me sumerge en ese marcito, que unas veces es del color de sus ojos y otras del color de la boca del payaso que una vez vi en una fiesta, mientras me canta la misma canción de siempre. Algo de un tren que pita y pita y pita pero que nunca avanza. Lo mejor de todo es que nunca siento hambre porque puedo zambullirme en ese mar grumoso y suavecito pero también puedo comérmelo.
Mi silla tiene por patas raíces plateadas que nacen desde mis piernas, que vienen de mi mente y se extienden por la habitación completa; ellas salen por debajo de la puerta de calle descendiendo y trepando por aceras, avenidas y sueños, hasta el cementerio que por estar muy distante de casa mamá casi nunca va, y termina en sus raigones hasta los frutos podridos de las entrañas cenicientas de mi hermano gemelo. Desde el sitio inmutable de mis ojos saltones puedo observar cómo me esquivan la mirada los otros, los que están dentro de esta casa y los visitantes que a veces vienen y suelen tropezarse entre la multitud de objetos inútiles, derruidos, con la silla de “la niña”, sobre, dentro de ella: yo.
Sin embargo, pese a lo pequeña de la única ventana que da a la calle, a la hora en que el olor a comida invade toda la pieza con un vaho que emerge desde el lugar donde se quiebran los platos y sollozos a diario, decenas de ojos gritones suelen observarme morbosamente. A veces las bocas también me miran y con sus pupilas húmedas me señalan con sus carcajadas burlonas. Yo intento siempre devolverles la sonrisa, pero aunque extiendo mis labios gruesos y babeantes sin esfuerzo alguno, ya que nací sonriendo, mis torcidos y amarillentos dientes son la verdadera estrella en el asunto este de lograr resultarles simpática; ya que noto como se desternillan de risa ante mi alegría de sentirme vista y visitada por ellos. Los días de iglesia los espero vanamente, pero sólo puedo observar la ventana sin rostros y pendiendo de esa ausencia una cortina de tres piezas que originalmente fue del color de los ojos de mi madre, un color infinito parecido al mar en que me sumerjo en mis sueños.
Ese sitio húmedo y extenso me gusta mucho más que mi marcito, del color de los ojos de mamá y de la boca del payaso, porque allí sí pueden escucharme. Allí puedo hablar con sus habitantes, caminar sobre el agua, envolverme en las caricias de sus olas mientras beso la espuma de los ojos de un Dios de caracolas, piedra y fuego, que me dice siempre que no es que yo sea diferente a los demás, sino que los otros son distintos a mí, de un mundo inferior al que yo pertenezco. Mi parte favorita es cuando me abrazan las olas y a los habitantes marinos se les sube la tonalidad de los colores, a sus cuerpos escamosos, por lo ameno de nuestras conversaciones; entonces estoy casi segura que aquellos momentos no son oníricos, que más bien el sueño llega cuando me ponen a dormir en esta silla donde exceptuando mis párpados, siempre en vigilia, no puedo mover ni un solo músculo más.
En las mañanas cuando el sol traspasa la ventana, las cortinas y hasta las paredes con su calor, suelen extender las raíces de mi silla hasta el intersticio exacto donde se forma un halo de luz ardiente. Allí descubren mis piernas por completo dejando a la intemperie mi piel blanca y adiposa, cuasi inertes; estas extremidades que se niegan a moverse en las mañanas, pero que cuando me introduzco en los sueños, mis piernas y brazos, me convierten en una de las más grandes atletas maratónicas del fondo de todos los mares.
Hoy no podré ver ni sonreírles a mis amigos de la ventana, cuando el aroma a comida inunde la casa, pero no me importa porque él está sentado cerca de mí, porque aunque no me mira sé que me observa con la misma agudeza solapada con que lo hacen mis amigos a la hora del olor del almuerzo. Todos hablan a mi alrededor, creen que no entiendo, asumen que no escucho que cuando mamá se case y nazca el bebé ya no habrá tiempo para mí. Que además será traumatizante para el niño crecer mirando a un ser extraño y parecido a un cactus como yo. Todos opinan, unos ríen, otros sólo arrugan la frente y chasquean las lenguas. Pero él, él está silencioso, estoy segura que está pensando en mí y por eso se resiste a mirarme para que los otros no lo descubran en sus sentimientos.
Ahora mamá sólo viene a besarme en las noches. Hay otra persona sustituyéndola en mis cuidados; alguien con la piel parecida a la mía, pero más arrugada, atendiéndome en mis necesidades indescifrables. Mamá y él están haciendo ruido en la pared donde está mi cama. Los escucho reír, oigo sonidos extraños que parecen alegres pero que me duelen en la barriga, en la garganta y que me hacen retorcer la parte baja de mi panza, me hacen picar, sentir ganas de arrancarme esa parte de mi cuerpo con las uñas, de morderla con mi boca de dientes torcidos. Por eso siempre estoy humedecida y aunque hago ruidos parecidos al llanto, para que me cambien, la que tiene la piel como la mía sólo sonríe y me deja anegada en mis humedades. Ahora, no sé por qué me meten en el marcito varias veces al día; pero el mar ya no se parece a los ojos de mi madre o a la boca del payaso. Es como si hubieran traído un pedazo del mar al que me llevaron hace poco, pero no trajeron un pedazo de cielo ni tampoco un pedacito del sol para calentar el agua, como la tibieza de las olas que me mojaron los pies aquel día. Este mar se siente como el frío de vainilla, pero es más frío y no sabe a vainilla sino a los besos nuevos de mamá.
El bebé llegó hoy a casa, llora mucho, tiene un lenguaje que los demás sí entienden aunque tampoco puede hablar. No como yo, que me dan comida cuando sólo quiero un abrazo o que me llevan a dormir cuando sólo deseo que me enseñen a soñar. Nadie nota que ya puedo mover solita mi mano ni que soy capaz de apretar la parte baja de mi panza cuando ellos se abrazan y empiezo a orinarme un poquito. Todos sólo miran al bebé que tiene los ojos como mi marcito, como era mi marcito; porque ahora nada más hay un retazo de ese mar sin color y sin cielo que alguien se trajo de la playa. Ellos ríen y suspiran. Se besan y nuevamente grito pero nadie me escucha. Mamá le dice a él que en una semana más podrán empezar una vida perfecta, en su nueva casa, con el bebé y sin mí. Que ya no siente culpa ni dolor porque mi hermano se fue sin mí a las raíces de ese árbol de naranjas. Que por fin entiende, que yo no siento ni entiendo nada de nada, que soy como mi hermano gemelo aunque respiro. Que el día en que mi papá y mi hermano murieron, cuando se le murió la mitad de la panza a mamá en aquel accidente de auto, también debí morir del todo yo. Hablan de un mañana en que iré a un sitio donde un árbol de naranja, como el que se alimenta de los sueños que mi hermano no soñó, estará afuera de mi ventana, donde habrá mucha gente parecida a mí que tampoco siente ni entiende nada.
Él no me mira pero sé que me observa, estoy segura que también le duele el bajo vientre cuando me ve. Le muestro mi mejor sonrisa, mis labios menos torcidos cubriendo mis amarillentos dientes. Mamá dejó al bebé cerca de mí, bajo el ojo de luz caliente que entra por mi ventana y que nos ilumina a los dos, él se acerca y lo besa en la punta de su nariz; me orino un poquito nuevamente. Quiero que él me bese a mí, en mi nariz, en mis labios chuecos, en mis mejillas frías de vainilla. Pero se va sin mirarme siquiera. Miro al bebé, veo en su nariz la humedad del beso de él clareándole el rostro y extiendo mi mano, esa que ya sé mover, para tocar un poco de ese beso para arrancárselo y ponérmelo en la boca. Aprieto su nariz para no dejar ni un solo pedazo de ese beso en él y poder poseerlo completo, porque es mío, debe ser sólo mío.
Mamá está gritando y llorando. Mamá se acuesta a dormir en el piso de la sala. La mujer con la piel igual a la mía también llora y grita. Él, él, él, él finalmente me mira y aunque no grita también llora. Ahora estoy segura, si me mira con lágrimas en los ojos es porque también se ha enamorado de mí.”