Para matar el tiempo
“EL ATAÚD” Y “EL SEÑOR DE LOS GATOS”
DOS CUENTOS INÉDITOS DE MIGUEL DONOSO GUTIÉRREZ
EL ATAÚD
La gente se acercaba al ataúd para mirar por la ventanita al muerto. Unos se quedaban mirándolo con ternura, otros con lágrimas en los ojos, algunos simplemente con curiosidad. Siempre había pensado que no se debía hacer eso, que era mejor recordar a las personas vivas y no entendía ese gusto morboso por ver a los difuntos, porque para él eran como cascarones vacíos, el alma ya se había ido y aquello no era más que un envoltorio gastado.
Sentado en la banca larga y dura de la iglesia pensaba en la diferencia entre alma y espíritu, pensaba que la primera era algo que no le pertenecía al muerto, era prestada, como una batería que le permitía al espíritu formarse y darle una característica especial a ese ser. Entonces imaginaba el espíritu como un fantasma que podría estar sentado a su lado y no necesariamente haberse ido junto con el alma.
No sabía que hacia ahí, por qué había entrado, por qué quería vivir ese momento y ni siquiera quién era el muerto. En el fondo deseaba que le llegara su turno. Estaba ahí en la penumbra del lugar, disfrutando de la frescura proporcionada por las cúpulas altísimas mientras veía la fila de personas. Luego de un rato, se levantó y salió hastiado del velorio.
El sol intenso le molestó, casi no podía ver y distinguió, como una mancha moviéndose, a las palomas levantando el vuelo asustadas por su paso torpe. Poco a poco fue enfocando el día, viendo los automóviles, los transeúntes, los vendedores, la fuente en el centro de la plaza. No sabía a donde ir, era su hora de almuerzo pero no sentía hambre, hace tiempo que no la sentía, no había motivos para desear comer pero no quería estar en la oficina, por eso salía y luego no quería volver pronto, por eso entraba a la iglesia, no a rezar, sino a descansar, a no escuchar a nadie o a casi nadie.
Estaba solo, toda su familia había muerto. Primero su madre, luego su padre, después una a una sus hermanas, solo quedaba él, el menor, ni siquiera un sobrino, un tío, un primo, un pariente lejano. El tiempo le parecía algo lentísimo, una especie de condena. Nunca se casó, jamás tuvo hijos. La única compañía constante en su corta vida había sido la muerte, la que jugaba con él porque no lo escogía y a la cual no podía enfrentar porque la idea del suicidio lo asustaba: era irremediablemente cobarde para hacerse daño a sí mismo, por eso tenía que esperar pacientemente a que le llegará la hora.
Su madre siempre le habló de la importancia del corazón y tuvo corazón. Su padre siempre le habló de la responsabilidad y fue responsable. Pero de poco le sirvió esa combinación, más bien jugó en su contra toda la vida, era visto como un hombre de buen corazón sumamente responsable y casi todos abusaban de esa nobleza, en especial en el trabajo, donde lo hacían desempeñar funciones más allá de su puesto de contador. Cobraba, arreglaba asuntos laborales, atendía los menesteres del mantenimiento de la oficina e incluso algunas veces aceptaba mansamente la humillación de hacerle café al jefe o ir a comprarle cigarrillos a la tienda de la esquina. Pero jamás pudo sentir odio, solo tristeza, aburrimiento, hartazgo y una resignación absoluta que lo hundía en la nada.
2.
En la mesa siempre hay siete puestos, uno para él y seis para sus familiares muertos. Cuando llega a casa saluda con cada uno de ellos, los ve, sonríe y conversa, les cuenta de su día, de sus tristezas, de sus molestias. Es el momento del día en que tiene un poco de felicidad, donde por fin llega a su mundo de un mundo que le es ajeno. Generalmente es su madre quien le pide que sea más comunicativo con las personas, mientras que el padre le dice que lo importante es el dinero. Sus hermanas le hablan del amor, de la apariencia, de la diversión. Pero el trata de explicarles que no está de acuerdo con la vida, que no le gusta estar ahí, que se siente condenado a permanecer donde no quiere, entonces comienzan todos a hablar al mismo tiempo, él se molesta, los manda a callar para tomar la palabra, para explicarles que todo es sucio y triste: la política, la pobreza, la injusticia, pero sobretodo el amor, la forma más triste de tratar de escapar de la realidad que tienen los seres humanos, solos y condenados en este mundo, desesperados por huir, por alejarse de su soledad , sin entender que ella los acompañará hasta su muerte.
Luego de la cena lava todos los platos, así seis de ellos no se hubieran usado, se toma un café, pone música clásica, vuelve a arreglar la mesa como al principio: con siete puestos perfectamente ordenados. Luego se acuesta en el sofá de la sala y sigue oyendo a su familia hablar. Van de un lugar a otro en la sala, cada uno siempre con el mismo tema, con lo que de toda la vida les preocupó, gustó, horrorizó o enterneció, sin cambiar en lo más mínimo, repitiéndose incansablemente día a día, quizás con otras palabras, pero siempre con las mismas rutinarias ideas.
Ese día le dio sueño rápidamente, no quería oírlos, se había cansado de ellos también, ya no solo del mundo real, sino del de quienes lo sostenían emocionalmente. Fue a su cuarto. En el suelo, justo en el centro, estaba el ataúd. Lo abrió y se acostó dentro de este. No tenía ventanita, ni lo cerraba jamás. Vio a sus parientes rodeándolo, como si fuera su velorio e inmediatamente se quedó dormido.
En el sueño se vio parado en la terraza de un edificio, abajo se veía un embotellamiento de autos en un tráfico infernal lleno de sonidos estridentes y agresivos. Él se tapaba los oídos con desesperación y daba un paso al vacío. En la caída veía como los autos en la calle se acercaban cada vez más, esperaba el choque con ellos, se sentía de alguna manera liberado, sabía que iba a morir, pero justamente en el momento del impacto, no pasaba nada, el sueño volvía al punto inicial, arriba del edificio y se repetía exacto, una y otra vez, hasta despertarse angustiado y ver a todos sus parientes rondando en la casa hablando de lo mismo, repitiendo sus argumentos, una y otra vez. Cerró los ojos nuevamente decidido a dormir y no soñar más.
Al día siguiente, sentado a la mesa, durante el desayuno, los vio nuevamente a todos. Como siempre al principio hablaban de lo mismo, pero ante su silencio, callaron y lo vieron atentamente sin comprender su repentino cambio de actitud. Algo dentro de él había estallado, se había roto, lo había dejado totalmente preocupado al entender que si la eternidad era eso, no la quería, que si todos estábamos condenados a ser espíritus vagando por este mundo, no quería aburrirse en un círculo tan reducido como ese. Llamó por teléfono a la oficina y avisó que había amanecido indispuesto y no iría.
3.
Veía los modelos de las camas, los tamaños y las características de los colchones: ortopédicos, semi-ortopédicos, súper reforzados, los respaldares, las mesas de noche, las lámparas. Tenía suficiente dinero guardado hace mucho tiempo, así que podría comprar todo eso y mucho más sin que le afectara a su gran reserva económica.
Dejó todo pagado, dio su dirección y acordó con el almacén una hora de esa tarde para recibir todo lo comprado. De ahí se fue directo a la peluquería, se cortó el pelo y la barba, se hizo un tratamiento de limpieza de cutis. Luego se compró ropa nueva, con más colores de los que usaba normalmente y llamó nuevamente a la oficina e invitó a la secretaria de gerencia a cenar al restaurante más caro de la ciudad y ella, por supuesto, aceptó: jamás hubiera pensado que algún día comería en ese lugar.
Esa misma tarde arregló su cuarto, guardó el ataúd ante la mirada atónita de todos sus parientes que no sabían que decir. Entonces les dijo que desde ese día todo iba a cambiar y que si no tenían nada diferente que decir permanecerían mudos para el resto de su existencia porque él había decidido no morir, ni siquiera cuando estuviera muerto.
Por la noche la cena fue un éxito, la mujer estaba encantada y cuando él le contó de sus parientes le pareció que estaba bromeando con ella porque todo lo que decía eran cosas positivas, que la motivaban a no dejar de soñar, de esforzarse, de sentirse viva y era el ejemplo de sus parientes y la historia del ataúd la que le servían de apoyo a todas sus afirmaciones sobre lo negativo que era caer en la rutina, en el pensamiento limitado, en el acostumbrarse a vivir de una sola manera, sin recibir con actitud positiva los cambios que la vida propone. Hacerlo así para él era una perdida de tiempo peligrosa que podría llevar al ser humano a tener una existencia sin gracia.
Ella estaba fascinada con él, no podía creer que aquel tipo gris fuera así, increíblemente positivo, alegre, simpático, entretenido e imaginativo con el tema de sus parientes fantasmales y el ataúd donde dormía, en fin, pasó riéndose de todas esas ocurrencias y terminó pidiéndole de forma sensual que lo quería acompañar a conocer al ataúd, aunque estaba segura de que todo era mentira y al llegar a la casa jamás pregunto por él.
Hicieron el amor toda la noche. Él se comportó como un gran amante: entendía los ritmos de su pareja, los descansos, los arranques, los lugares de su cuerpo que respondían mejor a sus caricias y todo era algo que fluía, no pensaba en hacer tal o cual cosa, simplemente estaba viviendo con toda intensidad ese momento, ese cuerpo de mujer, ante la mirada asombrada de todos sus parientes. En la mañana ella se despidió dándole un beso tierno mientras él dormía y antes de salir del cuarto vio que las puertas del closet estaban abiertas y fue a cerrarlas. La sangre se le fue a los pies: el ataúd estaba ahí.
4.
Después de un mes salió de su trabajo con una extraordinaria liquidación gracias a tantos años de abuso ya que al haber asumido innumerables funciones, en el área contable y en todas las demás para la empresa, su presencia se volvía indispensable, contradiciendo el dicho de que nadie es indispensable. Así que vendió muy cara su renuncia convirtiéndose en un ejemplo y un ídolo para sus demás compañeros que jamás lo tomaron en cuenta y, sobretodo, para las mujeres, las cuales fueron para él un verdadero premio: su asistente de contabilidad, la planificadora de desarrollo de personal, la que servía el café a todos menos a él, la de limpieza, en fin, todas desfilaron por su casa y todas vieron el ataúd, haciendo que la fama de dicho objeto se extendiera con rapidez en la ciudad, así como la habilidad de aquel sujeto antes gris y ahora resplandeciente.
Los parientes seguían deambulando por su casa y quedaron muy asombrados cuando el puso ahí mismo una oficina de consejería para desarrollo personal que fue volviéndose igualmente famosa y donde pudo ayudar a mucha gente que como él había estado viviendo de una forma triste y sin sentido. Ganó mucho dinero con eso y era su ataúd el que le servía de principal motivador para sus charlas porque con el sostenía que mientras se esté vivo hay que estar bien vivo, para que cuando se esté muerto, se esté bien muerto y la eternidad no sea tan sombría como la vida.
Sus charlas fueron tan efectivas y tanta gente habló bien de ellas que al poco tiempo su tratamiento, si se lo puede llamar así, lo llevó a recorrer el país entero e incluso llegó a visitar otros países, donde se presentaba con su ataúd y a partir de contar la historia de que dormía en él comenzaba a plantear toda su teoría del más allá, del alma que es prestada, como si fuera una pila simplemente y que el espíritu se queda vagando aquí mismo, en otra dimensión, pero junto a los vivos.
Sus parientes conocieron a otros espíritus y cambiaron sus muertes por una muerte mejor, más activa, más muerte, de mejor calidad, sin repetir constantemente lo que siempre fueron, sino aprendiendo a ser de otra forma.
El hombre del ataúd se convirtió en un guía espiritual, de los vivos y de los muertos; disfrutó del amor de las vivas pero también de las muertas a las cuales nunca las pudo tocar, pero sí ver, proponiéndoles juegos eróticos que las hacían sentir más vivas que cuando estaban vivas, aunque en realidad fuera al revés: las hacia sentir bien muertas, felizmente muertas.
Nunca nadie vio un espíritu, solo el hombre del ataúd y mucha gente lo llamó charlatán, pero todos los que murieron no tuvieron palabras para agradecérselo.
Del Libro inédito
Para matar el tiempo
2015
EL SEÑOR DE LOS GATOS
Hoy, treinta y nueve años después, he vuelto a recordarlo. Puedo reconstruir perfectamente la mañana en que entró a la calle porque en ese momento casi todos los chicos del barrio salíamos corriendo para la escuela, en parte porque era tarde y por otra para calentarnos del frío mañanero iluminado por el amanecer enmarcando su llegada, paralizándonos a todos cuando vimos su figura delgada, con una larga barba entrecana, apoyándose en un palo largo que le servía de bastón, seguido por doce gatos que, como si fueran perros, entendían cada uno de ellos por su nombre cuando alguno se entretenía en el camino y se quería quedar lejos de su paso.
Cruzó toda la calle hasta llegar al terreno baldío de la siguiente manzana, haciendo esquina frente a nuestra manzana y más concretamente frente al edificio donde yo vivía en el cuarto piso. En su espalda llevaba un gran bulto en forma de rectángulo, envuelto con una manta oscura, casi negra y nos quedamos viendo como de inmediato, sin perder tiempo y diligentemente, abrió el bulto sacando varias planchas de zinc, sucias pero perfectamente conservadas, con las cuales comenzó a construir un lugar donde quedarse. En ese momento mi mamá me gritó desde la ventana y despertamos de esa visión para intentar llegar a la escuela antes de que cerraran las puertas.
Al mediodía, cuando regresamos del colegio, el hombre ya tenía armada una covacha donde se ocultó con todos sus animales. Víctor comenzó con la historia de que había que vigilarlo y Pedro lo secundó, como siempre. A mí me daba miedo pero no quería decir nada que me hiciera ver como el cobarde del grupo, así que seguí sus planes.
La idea era acercarse hasta la covacha e intentar ver entre las rendijas que dejaban una plancha de zinc y otra, el momento aún no se había definido y mi angustia tenía tiempo de ir tomando forma, yo no quería, me asustaba aquel hombre y mucho más después de esa primera noche.
Pasadas las doce escuché los maullidos de los gatos, no muchos ni muy seguido, y los chillidos de las ratas, como si hubieran sido atacadas en una cacería bien planificada, unas veces con ciertos tonos que parecía que hubieran recibido una mordida. Fui hasta la ventana para ver lo que pasaba y vi al hombre moviendo el bastón dirigiendo a los gatos en búsqueda de las ratas.
Me quedé absolutamente sorprendido viendo el espectáculo, los felinos eran armas letales, de velocidad sorprendente y trabajo en equipo dirigido con chasquidos, golpes de bastón en el suelo y sonidos hechos con aire entre los dientes y los labios del hombre que de pronto volteó y me vio en la ventana.
Como un resorte, sintiendo un repentino e intenso dolor en la boca del estómago, me oculté pegando la espalda a la pared, escuchando las risas del tipo y luego como un zinc era movido, arrastrado, hasta que todo quedó en perfecto silencio. Esa noche dormí en cama de mis padres.
Al día siguiente mientras me alistaba para la escuela escuché en la radio que seguían desapareciendo niños entre ocho y diez años en las principales ciudades del país y no se había podido encontrarlos, por lo que recomendaban estar alertas en escuelas, no aceptar nada de extraños, ni andar solos. Salí corriendo, nuevamente tenía poco tiempo para llegar a clases.
En el recreo Víctor y Pedro habían acordado como siempre lo que íbamos a hacer. Esa tarde en la misa de siete, cuando todos estuvieran en la iglesia, nos escaparíamos para ir al baldío y ver al hombre de los gatos.
El momento de la acción había llegado y yo estaba aterrado, así que conté todo lo que había visto la noche anterior. Ellos se rieron y me tacharon de cobarde diciéndome que si eso era verdad era aun más interesante el reto, pero si no quería me podía quedar con mi mamita en misa. Les dije que iría.
Regresé a casa preocupado, caminando a toda velocidad, intentando llegar lo antes posible, cuando frente a mí aparecieron de la nada tres gatos grandes y flacos que maullaban. Me detuve, congelado del miedo, sin saber qué hacer y se acercaron a mí, mansos, pasándose entre mis piernas, sobándose el lomo y los rabos. Estaban sucios y olían mal. Entonces el hombre salió de la covacha y molesto los llamó con nombres humanos: Juanito, Marco y Roberto. Ellos de inmediato cambiaron de actitud, se erizaron y salieron a la carrera. Entonces me miró con un gesto desagradable, se sentó sobre una piedra a la entrada de su improvisada morada y dejó que los gatos se le subieran encima.
En el almuerzo, como siempre, veíamos la televisión mientras comíamos. Mi mamá comentaba con mi papá la noticia de los chicos extraviados, cuando en el noticiero anunciaron que dos chicos más habían desaparecido en una cuidad vecina a la mía, se llamaban Juan Hernández y Roberto Masías, de nueve y diez años respectivamente. Recordé a los gatos y sentí un escalofrío que me quitó el hambre.
Ese día oscureció temprano, a las seis y treinta ya estaba la luna en el cielo y antes de entrar a la iglesia hable con Víctor y Pedro, les conté lo que había pasado, de cómo llamó a los animales con los nombres de los chicos desaparecidos y les pedí que no fuéramos al baldío, que dejáramos en paz al señor de los gatos, pero se burlaron de mí, me llamaron cobarde y me dijeron que los planes seguían iguales.
Justamente en el momento de la comunión, cuando todo mundo se levanta para tomar la hostia los noté escabullirse. Por un momento pensé que eran unos idiotas arriesgándose de una manera tonta y luego me sentí un cobarde por no seguir a mis amigos, pero ya me había metido en la fila de la comunión y era imposible salir sin ser visto.
Al terminar la misa los padres de Víctor y Pedro comenzaron a inquietarse por no verlos y esta inquietud fue subiendo de tono hasta volverse desesperación luego de una búsqueda de horas en el barrio provocando una angustia colectiva por las últimas noticias de los niños desaparecidos.
Llegó la policía, la búsqueda se extendió toda la noche y yo no sabía que hacer, si decir o no lo que yo pensaba que podría haber sucedido, que el señor de los gatos habría hecho algún conjuro convirtiendo a mis amigos en gatos que lo seguirían fielmente a donde él fuera, como su dueño y señor. Tenía miedo que algo me pudiera pasar, pero también estaba consiente que había que ser valiente.
Me acerqué a una de las patrullas y le conté la historia a uno de los oficiales que pese a la seriedad del momento esbozo una sonrisa burlona y lo comentó con su compañero que dijo que era importante ir a ver al vago.
Me moría de miedo, subí rápidamente a mi casa y observe desde la ventana como los policías lo hicieron salir de su covacha, derrumbaron las paredes se zinc y lo empujaron cuando él quiso evitar el asunto. No había nada más que basura y gatos malolientes. Los oficiales se fueron y el hombre volteé hacia mi ventana, donde nuevamente me descubrió y donde yo nuevamente me oculté muerto de miedo.
Nadie pudo dormir esa noche, la búsqueda continuaba y yo no podía separarme de la ventana, oculto tras la pared me asomaba con cuidado para no ser visto. El hombre guardó sus planchas de zinc cuidadosamente, se las echó en la espalda apoyándose en el palo largo usándolo como bastón y llamó a los gatos que se formaron frente a él como si fueran parte de un ejército.
El hombre volteó su mirada a mi ventana y movió su cabeza de forma negativa, golpeando el suelo con su bastón, enorme, comenzando su camino seguido por los gatos. Después de tanto tiempo debo decirlo: lo juro, aunque ni siquiera yo quiera creerlo, pero los gatos ya no eran doce, sino catorce.
Hoy tengo miedo nuevamente y no voy a dejar ni por un momento a solas a mis hijos: he visto al señor de los gatos a pocas cuadras de aquí, en un baldío, igualito, como si el tiempo no hubiese pasado por él y los gatos ya no se pueden contar, son tantos que asustan.
Del Libro inédito
Para matar el tiempo
2015
MIGUEL DONOSO GUTIÉRREZ (Guayaquil, 1962) Narrador y poeta. Ha publicado en Cuadernos del Guayas, revista de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; la estadounidense Hispamérica; y la revista de la Universidad de Guayaquil, entre otras. Su libro Punta de Santa Clara, obtuvo Mención Especial en el Premio Nacional de Cuento “José de la Cuadra”, Guayaquil, 1985. Además es autor de Imaginario para Reinventar el tiempo (Cuento, 2001); Área de Candela (Novela, 2013); y en poesía ha publicado Los espacios del tiempo (Guayaquil, 2000). Consta en las antologías: Nos llamarán a todos (México, 1982); Libro de posta (Quito, 1983); y 40 cuentos ecuatorianos (Guayaquil, 1997).
LIBROS DEL AUTOR