“Los Olvidos de Dios” por Piedad Romo-Leroux es un libro de cuentos penetrantes que ahondan en los abismos de la mente humana.

Enhorabuena, Piedad,  por las bellas páginas descarnadas que has escrito en torno a los silencios de Dios y los gritos de los hombres. Cuando te  topes con él, el Señor, salúdalo de mi parte, y sigue sonriendo al paciente ido que tienes frente a frente, y es su imagen. ~ Ignacio Rueda Latasa

                                      Ese lúgubre túnel de la memoria

Los Olvidos de DiosAmanecía, las nubes vaporosas y la niebla húmeda envolvían el despertar de la ciudad-puerto. Las gaviotas alborotaban con su vuelo poniendo un visillo blanco al tímido amanecer. La casa del doctor Belmonte, está ubicada frente a la ría, vía fluvial que recoge en su seno varios afluentes del litoral.

Un ajetreo reinaba en la casona, pues desde la medianoche, el mencionado señor había entrado en un estado de agitación que tenía a hijos y nietos en un ir y venir tratando de calmarlo. Todo era en vano, ni tranquilizantes, ni  los tés de aguas de hierbas, ni las palabras lograban su propósito. Don Jerónimo, tenía las ropas de su armario tiradas en el suelo y en un desasosiego desesperante iba y venía a lo largo y ancho de la habitación poniéndose camisa tras camisa, de tal manera que parecía un muñeco de trapo desfigurado. Farfullaba palabras sin sentido y no reconocía a su nieta menor, Adela, por quien siempre había sentido un profundo amor. Ella era su niña consentida, a la que llenaba de caricias, mimos y regalos, pero ahora, empujándola sin miramiento alguno, la sacó de la habitación,  no sin antes acusarla de haberle robado sus más caras pertenencias.  – ¡Fuera de mi vista, así has pagado todos mis desvelos! gritó, apoyándose en el armario, pues pareció perder el equilibrio.

Marielisa, la hija mayor no lograba contener el llanto y José Antonio, su hijo trataba de apaciguarlo sujetándolo por ambos brazos sin lograrlo.

De un tiempo acá el viejo se comportaba muy extraño, no era la sombra de lo que fuera, dejó de afeitarse, no se preocupaba de la vestimenta, se quejaba por todo, nada le complacía y las horas de sueño se trastocaron, a las dos o tres de la mañana estaba en pie ya que el insomnio se apoderó de él. -Todo se tornó vano, sin sentido, fugaz el tiempo se fue volando. A través de los olvidos, ojalá pudiera recuperar la memoria… repetía una y otra vez, como una cantinela.

Un suceso increíble sucedió el día anterior durante el almuerzo, el padre sentado en la cabecera de la mesa, ordenó a la cocinera que le trajera la sopa caliente, su voz fue imperativa, lo cual nunca había ocurrido, ya que había sido un hombre  apacible, tolerante, culto y bien educado. Todos se extrañaron de su comportamiento, pero lo que les llenó de horror e inmenso dolor fue ver que en el plato sopero, tenía la pata de oso con la cual se aseaba  el servicio higiénico. Él sin comprender la reacción de los presentes, con voz clara y precisa explicó que esa era el mejor muslo de gallina criolla que en parte alguna le habían ofrecido.

Jurisconsulto de renombre en la ciudad, impecable en el vestir, fino en el trato, sin jamás hacer diferencias con sus subalternos, era respetado y admirado por sus colegas, amigos y conocidos. En la ciudad gozaba de consideración y admiración. Sus múltiples intervenciones en la judicatura eran aplaudidas por la ciudadanía y la prensa publicaba con bombos y platillos los casos a él encomendados. Era un penalista de gran éxito en juicios que se llevaban perdidos,  de esta manera se vio en la cúspide, como el mejor abogado defensor no solo de la ciudad, sino de todo el país. Su prestigio alcanzó renombre  fuera de las fronteras y su nombre aparecía en gacetas, periódicos  y revistas en el extranjero.

Sus viajes múltiples lo llevaron al viejo continente, al oriente medio, a Nigeria, Mozambique, Malí y al África septentrional, y por supuesto recorrió América de norte a sur.  Hablaba fluidamente el inglés y el francés. Casado con Doña Eulalia Contreras Letamendi, de quien según decía a sus más íntimos se enamoró de un flechazo, cuando ella tenía veinte años y él veintiséis, le pidió casarse, y al poco tiempo contraían matrimonio, del cual decía, que era lo mejor que le había sucedido. Tuvieron dos hijos, una hembra y un varón cuya educación fue esmerada y del más alto nivel. Marielisa era educadora de párvulos y José Antonio escogió por propia voluntad  la carrera de derecho, siguiendo sus pasos. Más no podía pedirle a la vida, además sus tres nietos eran su alegría, día a día lo llenaban de amor y caricias. Todo pues, parecía colmarlo de inmensa dicha y satisfacción, hasta que apenas hacía un año enviudó. Un cáncer de páncreas se llevó a su mujer  en un tiempo breve, dejándolo en la más absoluta desolación. A raíz de este suceso se iniciaron los síntomas y el cambio de conducta se manifestó de tal manera que se tornó intolerable para los hijos y familiares.

Don Jerónimo, poseía una cultura enciclopédica, su biblioteca contaba con libros de los más afamados escritores, poetas, novelistas, ensayistas, demás estar decir, que su bibliografía jurídica parecía inagotable. Pero si de algo se enorgullecía, era de poseer, la más completa colección de música,  en ésta se encontraban todos los compositores, autores de música gregoriana, barroca,  clásica, romántica, dodecafónica, no faltaba ninguno, de lo cual se sentía orgulloso. Era pues un melómano en el más estricto sentido de la palabra. Hay que señalar que entre todas las obras,  las de Beethoven eran sus predilectas, sus sinfonías, sus conciertos,  sus cuartetos,  Fidelio, su única ópera, sus sonatas, muchas de las cuales tarareaba de memoria, su oído musical era extraordinario.

Enjuto, de buena estatura, más o menos uno noventa, nariz aguileña, ojos grises, de mirada profunda, frente amplia, cabellos  entrecanos, labios finos, aparentaba la edad que tenía, setenta y ocho recién cumplidos hacía dos meses. Durante la celebración los familiares y amigos lo notaron extraño, apagado. Marielisa, se percató de un ligero temblor en las manos, sacudía éstas y las giraba de un lado a otro colocándoselas frente a los ojos continuamente. Verdad era que en las fiestas navideñas, se mostró hosco y ausente, parecía perdido en sus pensamientos, entonces ella le preguntó si  se sentía incómodo por algo, él la miró fijamente y le respondió: “morir es de mal gusto, no me muero, en el pecho desgasto la tristeza.”  La muchacha lo miró extrañada y le preocupó la apatía, el desinterés que desde hacía algún tiempo venía observando en su padre.

Decidieron llevarlo a la consulta con el médico que lo atendía desde siempre y el cual les aconsejó que el paso de los años iba dejando huellas en su cerebro, le recetó unas medicinas y  les aconsejó que procurarán no agobiarlo con preocupaciones y evitarle problemas.

Al paso de los días, se lo veía azorado y temeroso, esbozaba una sonrisa infantil, y repetía para sí,  como en un monólogo: “retazos que han quedado… que han quedado. Los sueños se esfumaron en el vacío… los caminos se perdieron… el tiempo trasquila la memoria… los recuerdos envueltos en un visillo blanco.” Entonces las lágrimas rodaban por sus mejillas y se quedaba de pie envuelto en sombras, como una estatua contemplando el horizonte cuajado de colores a la caída del sol y las barcazas que a esas horas cruzaban la ría, repleta de algas lamiendo las aguas. Luego  profiere una sarta de palabras sin sentido, enmudece, cierra los párpados, entonces pálido y trémulo, entona una canción de cuna, aquella con la cual lo arrullaba su madre de pequeño, se balancea llevando el ritmo y luego con ambas manos sacude las moscas invisibles que lo acosan.

Poco a poco los olvidos eran mayores, parecía no oír y no prestaba atención alguna cuando se le hablaba. Como un niño malcriado formaba berrinches y luego se reía comportándose como un payaso. Terco, parecía no escuchar a las personas y zapateaba el piso cuando se disgustaba.

Los hijos se negaban a llevarlo a un asilo y decidieron contratar dos enfermeras,  una para el día y otra durante la noche, ambas se harían cargo de sus cuidados.

Estaba desorientado y no tenía capacidad para comprender lo que le estaba ocurriendo, desconocía la fecha y la hora, no reconocía familiares y amigos, la desconfianza hizo presa de él. Su memoria era inexistente.

Olvidó la higiene personal, no quería bañarse, ni cepillarse los dientes, y últimamente no lograba controlar los esfínteres, razón por la que su cuerpo y sus ropas despedían malos olores cuando se levantaba en las madrugadas, ya que dormía pocas horas a pesar de los tranquilizantes que le administraban con regularidad.

Su memoria se desmoronó, lenta e inexorablemente. Las cantaletas se hicieron frecuentes, unas veces hablaba incoherencias acerca de personajes bíblicos, santos, inventores, poetas, luego una rabia incontrolable se apoderaba de él, gesticulaba señas procaces a diestra y siniestra, lo cual obligaba a sus cuidadoras a sujetarlo para que no se hiciera daño ni agrediera a lo demás. Más desde la cama, ya sujetado su perorata era interminable.

Cuando me llamaron para hacer una valoración de su estado mental,  se había encerrado en su habitación negándose a verme, la enfermera abrió la puerta. Entonces apareció en la mitad de la habitación, estaba vestido con un saco negro, en el cuello amarrado de cualquier manera, un corbatín de lazo de igual color y cubría su cuerpo con  unos calzoncillos blancos, descalzo, ojeroso, el cabello ralo y alborotado, la mirada brillante, me observó de arriba abajo. No contestó mi saludo, me dio la espalda y ausente, comenzó a tararear  una melodía, mientras en su mano derecha blandía una vara a manera de batuta, entonces  con voz muy clara me espetó, deletreando las palabras,  soy Arturo Toscanini, el más famoso director de orquesta de la Scala de Milán. Ésta, distinguida señora,  es la Novena Sinfonía en re menor del sordo genial, Beethoven… y éste, impertinente dama, es su cuarto movimiento, la Oda a la Alegría, por si no lo sabe, escrita por Schiller… y siguió canturreando  con voz de tenor, sin saltarse una sola nota, ignorándome por completo…

Un zarpazo me oprimió el corazón y sin lograr contenerme las lágrimas empañaron mis ojos.

 

Piedad Romo-LerouxPiedad Romo – Leroux Girón
Poeta, ensayista y narradora

-Graduada en Moscú en 1968; obtuvo el Diploma Rojo Cum Laudem como la mejor graduada de su promoción.
-Médica Psiquiatra, especializada en Psiquiatría Infantil.
-Médica Jefe de la Unidad Infantil en el Hospital Psiquiátrico Lorenzo Ponce desde 1970 hasta Enero del 2008.
-Coordinadora del Consejo Académico del Hospital Psiquiátrico  Lorenzo Ponce  desde Febrero del 2008 hasta la presente fecha.
-Prof. Principal de Psicopatología y Psiquiatría Clínica de la Esc. de Medicina de la Fac. de Ciencias Médicas en la U. Estatal de Guayaquil desde 1970 hasta la presente fecha.
-Coordinadora del Consejo Académico del Hospital Psiquiátrico, Lorenzo Ponce