Metaforología Gaceta Literaria  presenta un ensayo del escritor y profesor ecuatoriano Humberto E. Robles, este texto ha sido tomado del libro De Pigafetta a Borges: Ensayos sobre América Latina, Editorial Paso de Barca, Barcelona, 2016 y lo ofrecemos a nuestros lectores como una suerte de anticipo de un libro del autor que ya está en el mercado: Michaux y su Journal de voyage. Hacia ecuadores y allende, también publicado por Paso de Barca, 2017.

-Este artículo fue pronunciado en Quito el 3 de julio de 2013, con motivo de la incorporación del autor a la Academia Ecuatoriana de la Lengua-.

 

CUAL LOS IMBÉCILES,
BUSCANDO UN BASTÓN

(EN TORNO AL ENMARAÑADO VIAJE DE HENRI MICHAUX AL ECUADOR)*

Por

Humberto E. Robles

 

 

Glosas al título

Lo que sigue son unas glosas a mi lectura de un libro que de alguna manera refleja mis intereses intelectuales y mi ubicación vital. Lo regional ecuatoriano de los 30 y la Vanguardia histórica de las primeras décadas del siglo 20 están presentes en ese texto. Quisiera pensar que lo nuestro y lo cosmopolita me constituyen.

Ya arriba anunciado, el título de esta reflexión es: Cual los imbéciles, buscando un bastón. (En torno al enmarañado viaje de Henri Michaux al Ecuador). Lo recalco porque, a manera de explicación, me importa puntualizar tres pormenores:   (1º)  La rancia etimología de la palabra “imbécil” que, según el diccionario, proviene del latín y se refería originalmente a alguien que carecía de bastón, que carecía de apoyo o muleta, que necesitaba ayuda para superar limitaciones, y que, por contigüidad, busca el porqué de las cosas y solicita guías y explicaciones: Es con ese metafórico sentido que Michaux aprovecha el vocablo.1 (2º)  Remitirme a su vez a la acepción de “enmarañado”, término que el diccionario registra bajo sentidos como enredar, revolver, embrollar, confundir, torcer, intrincar un asunto haciendo más difícil su buen éxito. Falta allí, sin embargo, un detalle, la posible alusión, tácita, al río Marañón. Cuenta la tradición que a Francisco de Orellana le dijo su piloto que estaban metidos en una maraña de aguas que sólo Dios la podía comprender, a lo cual, dicen, que aquél le contestó: nada de maraña, esto es un “marañón”. Dizque de por allí procede el nombre del curso alto del río conocido luego como Amazonas, mojón de trópicos.2   (3º)  Recordar tácitamente, a manera de epígrafe, un comentario que hace la escritora escocesa Ali Smith en su más reciente libro, Artful; Smith expresa allí, con énfasis, que:

We’d never expect to understand a piece of music on one listen, but we tend to believe we’ve read a book after Reading it just once.3

[Ninguno de nosotros] jamás imaginaría entender una partitura musical después de oírla una  sola vez, pero, no obstante, nos inclinamos a creer que hemos leído un libro después de una sola lectura.

He mencionado las acepciones de “imbécil” y “enmarañado”,  y el reclamo implícito en el aludido comento de Smith porque esas referencias proponen, directa o indirectamente, que leer es un acto difícil, exigente, que necesita apoyos varios, y que, por contigüidad, entender a fondo Ecuador. Journal de Voyage es igualmente arduo. Se trata, en efecto, de un libro enmarañado que exige ayuda, que hay que leer y releer, sin descuidar los tantos significados de la palabra “ecuador”.

 

Arreglo y alcance    

Ecuador, el diario de viaje, es un vasto y complejo cuadro mural. Consiste en múltiples fragmentos, en emblemáticas teselas narrativas frecuentemente entrelazadas y superpuestas que producen el efecto de un montaje de paneles que en conjunto entregan un tapiz alegórico de las experiencias del autor por el Atlántico, por el Ecuador andino y por la Amazonía. Figuran allí imágenes y motivos, en poesía y en prosa, que remiten a un sentido de desazón y asfixia, a vivencias en constante tensión. Recorre ese “diario”, ese literal y metafórico viaje, una sensación de vacío y de náusea, de apremio y afán de escape, de incógnita y búsqueda. La fatiga y el hastío cultural, la nostalgia y la melancolía, la anhelada relegación de lo trillado y, no menos, las referencias literarias a las que Michaux alude a lo largo de su travesía recalcan que en el fondo de Ecuador yace el objetivo de aspirar, eco de Nietzsche, a una “transvaloración de los valores”, o, al menos, a intentar una nueva y más amplia manera de ser y de ver, de querer ir más allá de una presunta e imaginaria “línea de sombra” que a la vez nos constriñe e impele.

Michaux acaso pretendía distanciarse así de los imaginarios sociales entonces en vigencia e ir en pos de lo que podría haber allende de un sentido de realidad cotidiana, de un sentido impuesto por marcos de pensamiento tradicionales, por caducas normas de pensar y entender. Ni el entorno ecuatoriano ni el ecuatorial, ni toda la experiencia que fue ese viaje cumplieron con apaciguar en el autor belga-francés el rastreo de nuevos derroteros para su insaciable sed de algo primordial, “transreal”, de algo que colmara su sensación de impotencia y cisura.

De esa nulidad, en tensión con un querer ir ultra, surge en Michaux, quizás, la inclinación por las yuxtaposiciones sin evidentes enlaces o explicaciones. Al fondo yace lo hipotético y la revelación de las analogías. El lector tiene que participar, fijar relaciones y significados, explicar imágenes. Tiene que leer el texto como expresión poética, tiene que leerlo con los instrumentos de la poesía y de la imaginación, por así decirlo. Y tiene que leerlo también pensando en el autor y su circunstancia histórica.

 

Andanzas y recorridos

Ecuador llega, pues, precedido de un horizonte histórico que de alguna manera pone en un contexto global la relación del viaje de Michaux, viaje que, a invitación de Alfredo Gangotena, empezó en Ámsterdam un Domingo de Navidad del 1927 y que concluye en La Havre un 15 de enero de 1929, después de haber cruzado el Atlántico, hecho escala en Curaçao, pasado por Panamá, llegado a Quito, transitado por la Cordillera, poetizado la geografía andina, visitado haciendas, escalado nevados, contemplado maravillosas nubes, animado cráteres, sufrido vientos, alturas y fríos, valorado el refugio o guarida de chozas de adobe y vivido el “adentro-afuera” que configura el espacio de rústicas moradas de caña brava, y, no menos, después de haber sentido a fondo los bosques húmedos y las vivencias de la exuberante y hasta monstruosa flora del trópico ecuatoriano y ecuatorial, de su fauna, ríos y gentes.

Esas andanzas y recorridos andinos, siempre con vueltas a Quito, van a cobrar un nuevo giro en octubre del 1928 cuando Michaux emprende definitivamente la marcha río abajo por el Napo, rumbo al curso del Amazonas. Recorre 527 kilómetros y llega a Nuevo Rocafuerte, frontera con Perú . A principios de noviembre se encuentra en Iquitos. Prosigue, haciendo escala en Manaos, hasta llegar al colosal estuario del caudaloso Amazonas en Pará, Brasil, el 15 de diciembre del año indicado, después de una escabrosa y tenaz marcha de 1.400 kilómetros en canoa, en pamakari y en vapor.

El 3 de enero de 1929 se embarca rumbo a Europa. Llega a La Havre doce días después. El viaje de poco más de un año a un “ecuador” simbólico, realizado en barco, tren, automóvil, a caballo, a pie y en piragua ha sido extenso y tedioso, colmado de no pocas experiencias baldías cual las tantas que había dejado atrás en su Bélgica natal, antes de emprender su travesía llena de ansiedades y expectativas, experiencias motivadas por un terco deseo de recomenzar de cero, de asociarse a algo.

 

Contexto, diseño y búsqueda

Una suerte de flash-back, titulado “Prefacio a algunos recuerdos”, da fin ¡y comienzo! a la relación. Esos “recuerdos” subrayan, vale reiterar, que Michaux iba tras de lo inédito, tras un imaginado y oscuro embrión o núcleo regenerador que aplaque la sensación de vacío y asco cultural que constituía su entorno en aquel entonces. Así, importa leer las notas o memorias de viaje de Michaux a la luz de sus circunstancias en el horizonte europeo de entreguerras, circunstancias que repercuten también en el horizonte ecuatoriano, circunstancias que en una y otra latitud nos remiten al rechazo de lo actual y al tanteo de nuevos modos de expresión y de nuevas posibilidades ontológicas, circunstancias que marginan o ponen fuera del marco, por así decirlo, una realidad histórica instituida. Los recursos asociados con las prácticas literarias de la Vanguardia van a aflorar una y otra vez en Ecuador, el diario de viaje.  Viene al caso, primero, sin embargo, el contexto histórico.

De entrada, la siguiente observación de Michaux –respecto a comentarios que había emitido Paul Valéry sobre Europa y lo europeo– sugiere una coordenada fundamental que influye cualquier lectura de Ecuador, la cuestión de los límites:

Paul Valéry ha dado una definición precisa de la civilización moderna, la europea; yo no tuve que esperar  las precisiones que él hace sobre sus límites para sentirme asqueado de tan flamante civilización. (63)

Ese juicio no pone menos en evidencia el fastidio que Michaux sentía hacia una legendaria civilización que él veía en decadencia y que, como prosigue también a advertirle a Valéry, ni sus romanos, griegos, ni cristianos tenían ya bastante oxígeno, para nadie, ni para solventarla y apaciguar la náusea que siente él, Michaux, hacia el espíritu tóxico, caótico, de la cultura oficial de su época.4

Así, el derrotero que Michaux emprende en Ecuador representa una trémula aventura, sombría y desconocida, hacia un presunto centro fecundador que reestablezca su sentido de salud espiritual, hacia un imaginado eje que dé germen a una nueva manera de ser en el mundo, que rompa y rehaga esos factores ancestrales que en el horizonte europeo de entonces se los percibía como limitados y restrictivos.

De hecho, a lo largo de su viaje ecuatorial, Michaux intenta esa búsqueda de lo insólito, de lo que yace más allá de lo convencional y cotidiano. Para ilustrar ese cometido se apoya en imágenes asociadas, repetimos, con prácticas de la Vanguardia histórica que de diferentes formas –variantes de la misma índole– yuxtaponen opuestos en cuyo punto de conjunción el autor [y el lector] quisiera[n] entrever o descifrar una especie de chispa primordial, un ultra distante rayo de luz atávico que prometa y anime una nueva manera de entender y de ser, que trascienda ignotos confines, y que así ponga en sosiego el sentido de vacío, retraso y limitación que sienten el autor y, por contigüidad, el lector.

 

El Atlántico

La primera de las tres “secciones” de Ecuador abarca la travesía del Atlántico. La perspectiva, el tono, los recursos artísticos, las reflexiones teóricas y los motivos fundamentales del sistema de pensamientos esenciales del autor del diario de viaje  quedan plasmados en ese lapso. Las meditaciones de Michaux sobre lo establecido y lo extraordinario y sobre diferentes maneras de ver y entender el mundo están allí  patentes.

La yuxtaposición y contraste de opuestos  –lo erótico y lo profano, lo exterior y lo interior, lo dinámico y lo estático, lo limitado y lo infinito, lo íntimo y lo vasto, lo cotidiano y lo extraño– hallan acogida en la relación por medio de imágenes que remiten al mar, al tiempo y al espacio, a los trenes, barcos, ventiladores, miradas y ojos, al naipe, al arte pictórico, a lo negro y oscuro, al repudio de caducos valores burgueses, al lenguaje y al aforismo, a una implacable búsqueda de respuestas, de algo trascendente, de quizás un Orden. En ocasiones, los motivos se expanden en cavilaciones críticas, teóricas. Así, e.g., sobre “el mimetismo” y sus enigmas, sobre lo que se induce de ese fenómeno respecto a los componentes y estrategias que intervienen en la configuración de las analogías, de las imágenes a distancia y de los goznes o hilos conductores que las producen y cuya conjunción, a su vez, prorrumpe en miríadas de conclusiones, sin dejar fuera los remedos culturales. Igualmente insistente es el hecho de que Michaux quisiera transmutarlo todo, desquiciar el orden establecido, ir más allá del vértigo del vacío y de la nada, dar con los significados que se le escapan, dar con lo “transreal”, según informa Octavio Paz.5

Con esa lente hay que entrar en Ecuador. Por eso vale ilustrar, aunque sea tangencialmente, la práctica literaria que caracteriza esa obra para no hacer de ella un mero reportaje de viaje cuando, en efecto, se trata de un esfuerzo, por no decir de un tratado, de inspiración poética, teórica, que responde a una estética y a un diseño, a una estilizada y hasta sistemática cosmovisión. Es dentro de esa línea que habría que examinar las imágenes y conceptos que colman la ruta de viaje de Michaux, empezando, e.g.,  con el vacío de su propia mirada, mirada entendida por él –al inicio del periplo– como una especie de extraviada proyección de identidad a ultra distancia, de búsqueda, que oscila a la vez hacia una reflexión íntima, hueca, cual en una conjunción de la nostalgia y la melancolía, de lo sagrado y lo profano:

Se busca mi mirada que tan perdida tengo. Qué esfuerzo no he de hacer para volver a ser yo, y cuán “impuro” este vaivén, al igual que al estar en oración y dar paso a cualquier imagen     erótica.  [p.13]

Una y otra vez tropezamos con evocaciones de igual índole que acaban fijándose en ese gozne, en ese ecuador donde parecieran deslindarse y confundirse los límites. Ejemplar en ese sentido es la imagen que se detiene en la enigmática y aparentemente vaciada mirada de los negros de Curaçao:

El negro: agua en el rostro, su ojo.  [p. 24]

Se da en esa frase la conjunción de la luz y la sombra, de lo imprecisable, de la norma y lo extraño, de lo que el sujeto es incapaz de figurar en “el Otro”. Michaux ve en esa humana mirada algo elemental, inescrutable, cual un oasis o espejismo en un baldío desierto oscuro, un abismo inalcanzable que ciega y encandila. Del fondo de lo negro pareciera brotar la vida y lo incognoscible. Por analogía, esa imagen, que estalla en chispas de significados, rebota, a su vez, los limites del conocimiento. Apenas entrevemos la superficie de esa mirada, pasiva mirada que bien puede ser una ilusión óptica, una metafórica glándula de agua, un presunto núcleo que es a la vez un agujero sin fondo en un cuerpo bruno, incomprensible, vasto como los enigmas de la vida misma.6 Una y otra vez, Michaux volverá al tema, apelará al mismo recurso e inculcará la participación del lector a que imagine significados y se atreva a transitar ese filo, ese limbo que no es ni divino ni humano, que se columpia entre lo uno y lo otro, que pretende ir más allá de la conjunción del sujeto y el objeto.

 

Lo andino ecuatoriano

Del recorrido del Atlántico, Michaux pasa a la experiencia ecuatoriana propiamente hablando. Múltiples y amplias son las vivencias a que podríamos recurrir aquí para seguir el rastro de la mirada del autor y su interpretación de lo nuestro, siempre a la luz de su ávido rastreo de algo que colme su espíritu roto.  He allí las fábulas sobre mitos y leyendas, sobre civilizaciones e historias; he allí la geografía, el paisaje, las cordillera, el ascenso del volcán Atacazo, la experiencia y presencia, a 4463 metros de altura, de un jardín enano dejando allí un vestigio de vida en medio de las cenizas del cráter, y no menos las nubes y los revuelcos seminales de un viento sin fin; he allí la imagen, a su vez, del Lago San Pablo como mera y simple nota al pie del Imbabura; he allí los ríos chocolatados y la Chorrera del Aguayán, los perros “surrealistas” de Quito, las cuotas del rostro y la presencia del Otro, la burguesía local y sus protocolos, los monumentos, la asfixia social, el estridente grito del poncho indígena, la inclinación hacia la embriaguez del amerindio, y de por allí su presunta búsqueda de una homérica derrota ontológica que lo redima; he allí las fiestas y  serenatas, las celebraciones y las falsas patrioterías; he allí el vértigo de la velocidad, o la presencia del Futurismo en Quito, la experiencia con la droga, con el éter, los malestares físicos, la flora y fauna, los caballos, algún colibrí, el abandono de algún jardín, la ausencia de alegría, la presencia de la mujer indígena, su poder y fortaleza, la hospitalidad ecuatoriana, el mito del Oriente en el imaginario social del país y la empedernida presencia del regionalismo; y he allí, no menos, con suma admiración, las viviendas paisanas y, a su vez, el lenguaje de la música, colmo expresivo de la esencia indígena. Poco o nada del entorno escapa la mirada de Michaux. Una imagen tras otra pretende uparnos tras de esa cresta que a lo mejor nos va a dar acceso a lo anhelado.

Me concentraré aquí en la metonímica presencia de los cobijos nativos; en las tangenciales implicaciones de las viviendas de Costa y Sierra. Por medio de ellas, Michaux sienta agudas observaciones que nos invitan a meditar sobre esa línea imaginaria en que presentimos el sentido del espacio y del ser y sus circunstancias, circunstancias que además proponen, indirectamente, por contigüidad, posibles explicaciones en torno al empedernido regionalismo ecuatoriano. La mirada de Michaux se detiene en las casas de guadúa y las revela como un simultáneo estar dentro afuera, cual un deslinde fiel, dígase, de lo que entraña la sensación del  espacio:7

Poco es lo que me separa del exterior. Estoy casi fuera. Una pedrea de luces, mil cuchillos vienen hacia mí. El bambú deja que pasen los gritos, los ruidos y hasta los cuchicheos y, si por otro lado alguien se acerca a la pared, se cree que es para comunicarnos un secreto, o que os espía. El bambú no deja de reflejar todos los movimientos de su derredor. [p. 51]

Esa vivienda de caña brava, ámbito en que coincide la trabazón de lo cerrado y lo abierto, de lo múltiple y lo uniforme, nos ubica en una suerte de umbral impreciso donde ronda el misterio y el peligro. La vegetación tropical y el temor mítico que circunda él ámbito apartado de la casa de caña pareciera explicar el espíritu de cuerpo costeño, el querer protegerse dentro de linderos cuyas amenazas de afuera predisponen al individuo a la protección de lo propio, de lo conocido, de los valores de la comunidad inmediata que, por extensión, culminan en un sentido de arraigo al terruño, al horizonte de los linderos, a lo regional.

Un cotejo de ese espacio tropical con la realidad y flora que se da en el páramo y la Cordillera ratifican la visión de mundo de Michaux y ponen en claro las antípodas regionales que se producen en el país. Así, la exuberante vegetación tropical contrasta con el paisaje mocho y pardo, estancado, del páramo de la serranía ecuatoriana. La casa de bambú con su adentro afuera choca con la presencia de herméticas chozas indígenas, ilustrativas éstas de una soledad recóndita, y también, acaso, de una usurpada manera de ser y comportarse en el mundo. Esas chozas “hechas de tierra, cuyo techo es de paja parda”, fascinan a Michaux.

El autor de Ecuador halla en esos albergues un sentido de humildad que para él constituye un escape del mundo pequeñoburgués, postizo, que advierte a su alrededor, en Quito. En esas “casas de fango” ve una manifestación de relaciones de poder, tanto al nivel social como al de la geografía propiamente hablando. “Sumisas” es la palabra que emplea para referirse a esas moradas. En las faldas de la inmensidad de los Andes aparecen las chozas cual entes rendidos, subyugados y obedientes frente a la imponente y devastadora presencia de la Cordillera y sus cataclismos. Esa relación con la topografía, sin embargo, no es menor en su desproporción que a la que hace frente el amerindio en su circunstancia social diaria ante los poderes humanos y los elementos físicos.

Frente a esas monstruosas y amenazadoras fuerzas, agentes del temor mítico que acompaña al amerindio, está la protección íntima y primitiva de su cabaña. No es la épica derrota que, en lucha a muerte, le proporciona el alcohol, al entender de Michaux. ¡No! Se trata más bien de un sosegado refugio, de un cobijo que arropa y acurruca, se trata de una guarida llevada al nivel más elemental. Nada que ver tampoco con las casas de caña brava. Aquí el espacio exterior queda abolido. Todo se centra en esa suerte de útero primario, de matriz primordial, de vasija de barro que es la choza. La choza sí comparte, incluso con las casas de bambú, el motivo del refugio, y el interés en la imagen e idea del espacio, de la dialéctica de lo interior y lo exterior, de los deslindes, de lo ultra: preocupaciones que con tanta insistencia figuran en Ecuador.

Michaux penetra en esas viviendas desprovistas, sí, de casi todo, pero no, dicho sea, de intimidad, de humo, de reciclaje constante, de vida y muerte. En esas viviendas, en cuyo centro está el hogar, la lumbre, el fuego, el amerindio halla uno de los pocos amparos, “acaso” inconsciente, a su necesidad de calor humano, de ocio, calma y de anestesia frente a los elementos físicos y humanos que lo abruman, acosan, aplastan y usurpan, llámense viento, lluvia, fuego, cordillera, páramo, frío, miedo, u orden social. Michaux ve en esas chozas de limo una comodidad más profunda y primordial que en las viviendas de los blancos. Las viviendas indígenas tienen centro; las de los blancos, dice, tienen ventanas, se desparraman y escinden entre lo exterior y lo interior, carecen de un auténtico núcleo, se desintegran, no abrazan. Las chozas indígenas, al contrario, remiten a lo primordial: al fuego, al alimento, a una humanidad elemental; apestan de vida, de humo, insinuación este último de la gestación constante del ser y el estar del vivir. Algo sagrado, atemporal, morada de santos, pareciera haber en esas chozas, en esos capullos. De hecho, es uno de los pocos momentos a lo largo del cuaderno de ruta de Michaux –viajero que nada sabe de cómo viajar– en que éste hace pausa, se compenetra con los refugios indígenas, y hasta pareciera hallar allí algún eco de esa insistente búsqueda suya por dar con lo que hay más allá de una presunta línea oscura, búsqueda que tanto e insistentemente lo impulsa a lo largo de su recorrido:

Las casas de fango siempre me conmovieron, como si en ellas moraran santos. Tranquilamente dan su lección de humildad, no son presuntuosas ni ridículas y expresan esa idea que yo me he hecho de lo chic. [p. 33]

Las primeras sumisas son las casas hechas de tierra, cuyo techo es de paja parda. [p. 84]

La cabaña del indio no es una modesta cabaña. Pasa por ser algo más bien repugnante. Pero, quien viviera allí unos meses, no se le ocurriría vivir en otra parte, tan grande es su intimidad.
La cabaña del indio es a los ojos del blanco el testimonio de su tontería. En efecto, no tiene chimenea. Aún más, carece de no pocas cosas. Pero la falta de una cosa es necesariamente el tener otra. He ahí por qué la cabaña del indio en el poseer no es manca. Rebosa. Se entra en ella, braceando en no se sabe qué espesor.
Rebosa humo. Las habitaciones de los blancos no tienen centro; tienen ventana.
Nada del exterior, henchida de sí misma, he aquí la cabaña del indio. Este humo proviene del maíz que se tuesta y que se destina a la comida. Este humo os tapa y os abraza, después sale lentamente por la puerta para dejar sitio a otro humo, más cálido, más recién surgido de la leña.
Rebosa de anestesia, de olores, de suciedad, y de gente.
Rebosa. (p. 135)

Abundan las imágenes, dije, que podríamos recuperar aquí sobre el ámbito andino ecuatoriano como reflejo de los rastreos de Michaux por certificar y traspasar imaginarios límites. Valga una más, relacionada con la choza, que nos remite a acordes musicales definidores. Recuerdo que en Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier, el protagonista se remonta río arriba, por un presunto Orinoco, en busca de los orígenes de la música. En el trágico encuentro entre vida y muerte, de lucha contra el aniquilamiento, surge el canto fúnebre, el treno, suerte de “grita” primordial del ser humano afirmando vida más allá de la muerte. Un sentimiento afín encontró Michaux en el interior de la rústica vivienda indígena. Allí los sonidos agudos y graves de la quena, los diferentes timbres altos y bajos que produce dentro de la tumba-matriz que es la choza de barro, no nos llevan al nacimiento de la música propiamente hablando, el caso en la obra de Carpentier, pero sí a algo análogo e igualmente profundo: la música como expresión e intersección del sentimiento de muerte ontológica y de lidia sobrehumana que se remonta más allá de la desesperación, que anhela ir más allá del agotamiento mortal en busca de un arrobo casi místico que lo integra, acaso, con un todo liberador indeterminable que ampara al individuo frente a una realidad temporal atroz que lo usurpa y abusa. Esa expresión musical, ese ritmo agudo y grave que apunta a ondulaciones, a ascensos y descensos, se constituye para Michaux en la esencia de la personalidad del amerindio, en algo que dice más que cualquiera de los atributos y comportamientos que presuntamente lo definen y le confieren el más profundo sentido universal de humanidad. Los entendidos en música, mis conocimientos son parcos, podrán entrever, con la inteligencia del caso, el sentido de lamento, de querella y de calma, de vida y muerte, de suspensión o retardo ascendente y descendente, de tanteos de resolución, de ese constante fin y recomenzar, de “fin” que suscita la grita ritual de la quena en el autor:

Su cabaña sigue siendo aún un lugar perfectamente apropiado para hacer música. Soplan una especie de flauta de Pan y se encandilan con una frase musical repetida varias veces, que dice más de ellos que cualquier cosa de la que hacen o trabajan y aún más que sus cerámicas. He aquí cómo está constituida: primero un grupo de tres notas, la primera de las cuales no es muy alta (los árabes empiezan más alto, con arrebato); la segunda es más alta, la tercera más baja, y baja en tanto la otra es alta –intervalo a menudo en tercera–; después otro grupo de tres notas más bajas, constituido de modo semejante, con la primera por base, la segunda más alta y la última más baja; y además otro grupo de tres, con raras e insignificantes florituras, y ello, después de algunas tentativas de elevación que constituyen la diversidad de la frase musical, recae y pasa a esta nota profunda que es el final o, mejor, el suicidio o, mejor todavía, el agotamiento mortal. El agua abierta donde era necesario hundirse. [p. 136]

 

Intermezzo

Antes de emprender el trance a la Amazonía, la tercera etapa del viaje de Michaux, me permito aquí un Intermezzo. Las experiencias andinas ecuatorianas provocan, en una suerte de despedida, esta apasionada declaración del autor:

Ecuador, Ecuador, ¡las veces que he pensado mal de ti!
Sin embargo, cuando estamos a punto de irnos … y retornamos a la hacienda bajo un claro de luna como hago esta noche (acá las noches siempre son claras, sin bochorno, buenas para el viaje), con el Cotopaxi a mi espalda, que es rosáceo a las seis y media y masa sombría a esta hora … pero hace meses que ya no lo miro.
Ecuador, tú eres a pesar de todo un país adorable, y luego ¿qué ha de ser de mí?
Regreso a París y cuando se regresa a París sin un ochavo, por más que el recorrido sea Brasil y la selva tropical, siente uno la garra de la miseria, y se preocupa, aunque no quiera, de la habitación con chinches que encontrará en ese gran París, que conocemos, ah sí, que conocemos.
Esta y no otra es la verdad que hay que decir, aunque solo sea una vez. [p. 91] 8

Esa declaración de rechazo y amor, típica acaso de un hijo pródigo, hay que centrarla en términos de lo que proponen esos sentimientos: Ecuador, tú eres a pesar de todo un país sagrado… dice Michaux. Éste le confiere así al país Ecuador un carácter digno de veneración y respeto, privilegiado, cuasi religioso, divino. Su visión ecuatoriana, entonces, no resulta despectiva en absoluto, está basada en un amor profundo. Amor que en una noche fresca, con el Cotopaxi presente, transitando de lo rosáceo a las sombras, lo coloca en esa raya borrosa en que coinciden la nostalgia y la melancolía; amor que es nostalgia, refugio y añoranza de lo ido, amor que contrarresta la melancolía, la vislumbre de atascos en lo que vendrá, las desilusiones que el gran París le vaticina. A pesar del entrevisto periplo por la magnitud de la selva tropical y de Brasil, al otro lado de la punta de rieles del autor están los chinches, la garra de la miseria, los bolsillos limpios, sin un medio, las difusas zonas de macidez en que se produce el encuentro de lo conocido y desconocido. Cargado de añoranzas y pesadumbres, otra encrucijada más de su vivir, Michaux emprende la marcha por los abismos del río Napo, reiterando su amor por el Ecuador, “país sagrado”.

 

En la Amazonía

De los recorridos andinos, Michaux pasa a las agitadas aguas del Napo. De las ansiedades y miedos de las cumbres ha bajado a los de la ciénaga. De 4,500 metros de altura y su sed de cielo en el cráter del Atacazo, asediado allí por las furiosas ráfagas de un aire caótico y germinal, ha descendido a lo oscuro, a lo cerrado y tenebroso de la jungla tropical donde no menos borbotean los deslindes de la vida. Una vida que compagina lo visible y lo invisible, la norma y lo extraño; un inframundo del cual, al igual que en un cenagal que tiene que cruzar, rezuman las cosas que hay detrás de las cosas, miríada de imágenes que nos acercan a la sima de lo insondable de la experiencia humana.

El ámbito de la Amazonía se proyecta como una creación contaminada y dispersa. Lo infectan parabólicas arañas, tarántulas, obispos, fariseos, misioneros, caciques, prefectos, política, avaricia, dinero, crueldad, paludismo y vómito negro. Reina por doquier la lucha del decir y el hacer, de lo nativo y lo ajeno, de la naturaleza contra la naturaleza. El prelado pugna con el misionero. La inocencia con el vicio. El veneno de la lepra batalla con el de la víbora. El judío mercader y filisteo se las ve con el Judío Redentor. La “victoria” del ser humano en ese contexto resulta engañosa, limitada y profética. Se estanca. No avanza. Patina en lo absurdo. Esa galería de imágenes delinea un engranaje no siempre obvio, impreciso, que instiga a que la imaginación repare y proponga sentido más allá de la superficie, que prefigure.

            Sigue que hacia el final de una travesía sea casi forzoso hacer un inventario de lo ocurrido, querer ponerlo todo en perspectiva. El sujeto, por así decirlo, deviene espectador, turista; el observador pasa a ser observado; el actor cede al cronista, las sergas y andanzas piden reflexión. De modo parecido, hacia el final de un libro, el lector trata de dar sentido a toda la cartografía que configura lo que ha leído, promulga asociaciones, procura que los diferentes fragmentos de lo narrado produzcan un todo, pretende, acaso, lograr un sentido de unidad y conclusión. Así, se inclina, hasta el artificio, a rastrear significados, especialmente ante un texto como Ecuador, en que una sensación de lo incompleto e informe rige sus premisas, su visión del mundo. Lo antedicho se manifiesta, en una forma u otra, en el transcurso que vive Michaux yendo de Iquitos a Pará. El autor pareciera replegarse y distanciarse, valorar los consejos, razones y sinrazones que acompañan cualquier búsqueda, y eso es lo que es, insistimos, su viaje.

Michaux entiende que ha vivido experiencias extraordinarias, fuera de serie, que otros, que sus presuntos lectores, desconocen. Dejar una huella de lo visto para que dichos lectores se maravillen ante lo tremendo y lo portentoso es lo que le corresponde registrar en su crónica. Muchos ejemplos en que interviene su visión personal de mundo, su anhelo por ir más allá y al menos rozar una forma que se esfuma, ya nos los ha transmitido. Hay otros, a su vez, que se convierten en testimonio de un fabuloso espectáculo de lo desconocido. Nada que ver con lo exótico. No son ni la boa ni el puma los que llaman ahora la atención, sino más bien un recinto microscópico, un espacio en que las partículas devoran lo palpable. Lo minúsculo arremete contra lo patente. Todo se disuelve. Todo en movimiento, todo en un constante estado de metamorfosis. No hay permanencia. Hilos van, hilos vienen, se entrecruzan y entretejen. Se enmarañan. La partícula espeluzna tanto como lo monstruoso, es otra forma de lo monstruoso, del incomprensible teatro mundi que es la unanimidad del universo.

Pasma la presencia de lo diminuto e inaccesible que se disipa bajo la superficie. Asombran las ocultas consecuencias de una energía en otra, invisible, transformándose. La ausencia de algo en un medio contrasta con su omnipresencia en otro. Lo vasto con lo elemental; la violencia con la calma; todo está encadenado; todo está haciéndose y deshaciéndose en un continuo e inacabable proceso de creación y destrucción más allá de cuya línea de podredumbre y transformación intentan llegar siempre los anhelos de Michaux.

Todo se aferra a la vida. Todo, incluso un perico cualquiera, afecta acciones y reacciones, es causa y efecto. Es como si la metamorfosis implícita en la podredumbre fuera el principio de toda creación. Por otro lado, la fantasía del Atlántico, al principio del viaje, contrasta con la inconmensurable realidad amazónica. El viajero que entonces imaginaba un espectáculo submarino, ahora, de regreso, marcha por un magno río, que no ha visto y que solo podría alcanzar a ver desde el aire. Transita ahora senderos donde lo subacuático amenaza, no divierte, y donde el verdadero espectáculo está sobre los tablones de una nave de necios llamada “Victoria”.

La línea Iquitos-Pará por donde avanza Michaux será una paulatina reentrada a las majaderías y pretensiones de un mundo concebido en término de formas calculadas, de marchitos cotidianos de ingeniería social que la recóndita naturaleza del autor cuestiona y desobedece. Van quedando atrás la selva y la maraña. La civilización y la naturaleza se anuncian. Las petulancias humanas a bordo del “Victoria” se  proliferan. Allí, la comedia humana con sus altos y bajos, con sus tomas y secuencias de una tradición que mantiene a los necios viajeros anclados en costumbres y formatos de trilladas maneras de ser que les impiden la búsqueda de lo nuevo, Michaux, discreto, los contempla con tácita ironía y ansiedad. Por ese escenario de atracciones desfilan y representan no solo rancias profesiones, deshonras y caprichos, sino también los ensueños que comportan ciudades y religiones. Formas unas y otras del mundo con las que la civilización ha aprendido a engañar y a engañarse. Al margen resuena la pregunta sobre dónde radican los deslindes de lo auténtico en América.

 

Remedos, cosmopolitismo, ajustes

El ajuste y reajuste de modas y gustos entre América y Europa halla máxima expresión, en sus tantos sentidos, en la presencia y vestigios que ilustra la ciudad de Manaos. Ya no se trata, dígase, de un mero peinado, a la moda de la metrópolis, sino de una ciudad y del consiguiente traslado, remedo e imposición de valores europeos al ámbito americano. Amplia y alusiva es la suma de factores que rezuman de la imagen e idea de Manaos que nos da Michaux respecto a América y su relación con la cultura europea, sobre la inadaptación del hombre americano, sobre América como creación utópica de Europa y, asimismo, sobre América como tierra de proyectos y sobre el sentimiento de presunta inferioridad que aqueja al hombre americano, tanto al del Norte como al del Sur. Manaos se presta para mejor entender nociones como la diferencia entre el original y la copia, las ideas fuera de lugar, el sentido de prestigio y el culto de la fama, el significado tácito del espacio, de los linderos, del vivir al borde, entre la urbe y la selva, en los límites de la civilización y la barbarie.9   No menos figuran allí la codicia y la avidez de lucro, como el mayor de los alicientes de los sueños quiméricos y de las ocurrencias humanas.

Al acercarse en el mes de diciembre de 1928 a dicha ciudad, Michaux nos advierte que detrás y encima de una imponente y extensa muralla que se divisa está, al borde de la jungla, la remota Manaos, vestigio de fantasías en ruinas:

A dos mil kilómetros de todo, esta ciudad alberga a cien mil habitantes, y si seguís paso a paso una calle, al final, está la selva.
Los habitantes consideran su ciudad como un montón de ruinas. Sin embargo, tienen monumentos recientes y un teatro de gran capital y por todos lados asoman signos de lujo. Y, en un pequeño cine de barriada, podéis ver: “Aquí, en 1911, bailó la Pavlova”. La libra esterlina, en aquellos días era calderilla, pero los cauchos bajaron y ahora solo queda el recuerdo. (126-127)

Evidente es el sentido de desubicación y mímica que Manaos implica, y no menos la coincidencia allí de la destrucción y la creación, de las ruinas y los apogeos, motivo que es persistente en Ecuador. La historia deviene así un apenas entrevisto borrón, convenientemente rescatado de un archivo de incontables y confusas memorias.

En Manaos, asistimos con el autor a la celebración de una misa. La algazara y la contemplación se pronuncian en la iglesia. Comulgan allí la fiesta y el culto, la diversión y lo solemne, el festejo y la liturgia. Y qué decir de la vestimenta, de los escotes y los smokings, del abandono y las restricciones, de la coexistencia de la adaptación y la copia fuera de lugar, del desahogo y el sofoco en un clima fogoso. ¿Cómo se ajusta y reajusta esa marejada de gente? Empujones van y empujones vienen que encaraman a unos y apean a otros de las gradas. ¿Quién cae, quién se queda? El azar ronda por allí. Predomina la macidez, lo borroso.10  Difícil reconocer límites. Se ahonda la frustración.

Cabe, a manera de conclusión, recordar ahora el vaivén existencial de sentimientos que al comienzo representaba el viaje a Ecuador para Michaux, allá en la Navidad de 1927 en París, cuando dijo que sentía esa senda a recorrer comme quand on cède à une image de sexe dans la prière, como [“algo igual que al estar en oración y dar paso a cualquier imagen erótica”]. Esas emociones ahora se duplican en grande por medio de sus observaciones de la celebración de la misa en Manaos, episodio que tiene tanto de sagrado como de profano, que confunde las dos cosas, que quizás sugiere que el culto participa de uno y otro extremo, que es una y la misma cosa, que las ambivalencias del yo de un año antes repercuten en el espectáculo de ahora, que la mirada hacia dentro y hacia fuera lo colocan al autor una vez más en esa misma arista de los vaivenes de entonces, del adentro-afuera de aquel tiempo.

Abundan ruidos y murmullos en esa iglesia. Se oye un grito acalorado: Os homes devem / “Los hombres deben”. Es un predicador que repite y amonesta en portugués. ¿Pero qué es lo que está increpando ese pastor? ¿Cuál es el evangelio que comunica ese exasperado orador desde el púlpito? ¿Obediencia, arrepentimiento, resignación, sacrificio? ¿Pide acaso normas y límites, respeto a la autoridad humana y divina, preparación para el sendero a seguir? ¿O se trata, dígase, de una voz mesiánica que inculca a esos sordos a que se empeñen en una pauta hacia lo sublime? Nadie le presta atención al clérigo, éste pareciera, recordando alusiones bíblicas, estar predicando en el desierto.11

 

En un jardín

Ese espectáculo representado en Manaos queda pronto a la zaga, o quizás no tanto. En la última escala americana de Michaux, en Pará, lo vemos alegóricamente reproducido en un pasaje que tiene lugar en el Jardín Zoológico de esta última ciudad. Se da allí, por un lado, el encuentro diario de un obrero –encargado de darles la comida a los animales del Jardín– con un chimpancé, hosco y feroz, que adora a su benefactor, y que es todo dicha cuando lo ve aparecer. La relación entre la bestia y el guardián constituye casi un culto de parte del simio. Éste acaricia y trata al obrero con singular devoción, y no solo por el alimento que no siempre le provee aquél. Se trata de algo mayor, de algo que roza en la idolatría. Esa alusiva relación entre el bruto y el ser humano es lo que conmueve a Michaux.

Una segunda escena, yuxtapuesta, ocurre en ese mismo Jardín. Allí, durante sus tantas visitas al Zoológico, mientras espera para embarcarse rumbo a Europa, Michaux pasa ratos contemplando el ojo pineal, dígase, de un totémico caimán. Abundan en esa oscura mirada los enigmas sin respuestas. El autor suplica réplicas y explicaciones cual un imbécil. Ante la falta de revelación alguna, aquél sienta su frustración dándole golpes con un simbólico bastón a la indiferente y misteriosa mirada del caimán, exigiendo con rabia y rebeldía querer saber más, entender y comprender más.

Las dos escenas se conjugan. El obrero, que había visto a Michaux asombrado por su especial relación con el chimpancé, le confiesa a éste lo siguiente: Je les méprise, ces bêtes, ça prend tout au sérieux.  [“Siento desprecio por estas bestias, créame”.] Michaux comenta esas palabras así:

Así pues, él daba sin llegar a impresionarse por el espectáculo de la dicha. Quizás era   también porque no daba lo suficiente, quizás al contrario estaba progresando. Tenía un aire turbio, un aire de tipo ruin. Quizá también sintiera esa sensación del amante que nota que alguien se le pega. Debía sentirse atado. El chimpancé  -–la cosa estaba clara— como no  volviese a verle se moriría de pena. No sé si me he explicado, pero la compenetración entre el chimpancé y el hombre era algo extraordinario, único… Y ese hombre tenía un aire ruin… (143)

Ecuador “termina” con esas palabras, con el espectáculo de un ente mezquino, turbio, que pronuncia desprecio hacia las criaturas que nutre. En cierto sentido, es mejor decir que el diario de viaje “comienza” con esas palabras. Esa parábola, o como se prefiera llamarla, pareciera exigir desenrollo y reclamar que el lector establezca relaciones entre los dos pasajes del Jardín Zoológico: el del obrero y el chimpancé, y el de Michaux, bastón en mano, ante el recóndito ojo del caimán.

Quedan en el aire de ese Jardín miríadas de preguntas. ¿Qué nos quiere decir Michaux con la anécdota del hombre y el chimpancé más allá de elaborar un encuentro entre especies? ¿Qué nos dice sobre dar y recibir? ¿Sobre lo divino? ¿Qué sugiere todo ello sobre un Dios acaso ruin, cruel, egoísta, solitario, indiferente, cansado quizás de dar? ¿Cuestiona ese espectáculo la bondad incondicional de, e.g., los ecuatorianos que Michaux ha admirado, ponderado y alabado? ¿Qué sugiere en cuanto a la actitud de cualquier ser humano frente a un forastero, frente al Otro? ¿Qué sugiere en cuanto a virtudes como la generosidad? ¿Cómo entronca todo esto con otras imágenes que hemos propuesto, dígase, por ejemplo, las proclamas del predicador de Manaos, y, de modo específico, con los desesperados golpes de bastón que Michaux les propina a los oscuros e indiferentes ojos de los caimanes?  ¿No se trata acaso de la frustración que encuentra cualquier criatura al querer vencer barreras, romper estorbos e ir más allá, tratando de superarse, de trascender, de rebasar limitaciones, de entender la Creación?

 

Atando hilos

El viaje de Michaux, vale recapitular, remite a un tríptico –el Atlántico, los Andes, la Amazonía—a un tríptico dispuesto en paneles de diferentes tamaños que consisten a su vez en fragmentos narrativos que entrelazados unos con otros entretejen el tapiz o cuadro mural de experiencias y peripecias que es Ecuador, experiencias que exigen la participación del lector, experiencias que a la larga proponen una real e imaginada visión del mundo montada sobre variantes temáticas en que se perfilan y destacan: (1º) la búsqueda de algo etéreo más allá de los límites; (2º) el movimiento inmóvil de las ondulaciones producidas por los elementos: agua, tierra, aire, fuego; (3º) lo borroso de los límites, lo ofuscado que esos límites resultan, plenos de sombras y certezas que, a la larga, culminan en imágenes vanguardistas que proponen yuxtaposiciones y contrastes: imágenes que traban el vaivén de lo de adentro y lo de afuera, de la vida y la muerte, de lo vasto y la partícula, de dar y recibir, de la nostalgia y la melancolía, de lo relativo de los sistemas culturales, de los enigmas y turbulencias que yacen más allá del alcance de los hijos del hombre, de los enigmas y turbulencias que se expresan en un lenguaje incomprensible, sideral; y (4º), la idea de que el título del diario, Ecuador, no remite tan solo al país, sino también a esa simbólica cresta divisoria entre Norte y Sur, a esa línea virtual que solo existe en la imaginación, en los metódicos empeños del artificio humano, línea que nos arrastra, por contigüidad, hacia los bordes de un “fin” sin fin, que nos impele a indagar lo que yace en el fondo del hueco oscuro, borroso, que es el cosmos, caótico hueco de donde siempre surgen, no obstante, grietas de luz, guiños de revelación, chispas de nuevas e infinitas alburas que nos seducen y nos incitan a apostar, a buscar el riesgo del inevitable traspié entre las estrellas, de querer traspasar los límites, a fin de dar con un nuevo sistema, o de, ¡blasfemos!, pretender dar con el Sistema.

El viaje de Michaux a un centro imaginario, a un presunto ecuador, se remonta a planos míticos, llámense Oriente, en el caso ecuatoriano, París, en la mentalidad de Occidente, o, sencillamente –conforme hemos glosado– lo blanco del ojo en la tez de un negro, las viviendas paisanas, la grita de una quena, las amonestaciones de un pregonero, la dicha de un chimpancé en un Jardín, o la imagen de Michaux con un bastón en la mano arremetiendo rabiosos golpes a la enigmática y oscura mirada de un totémico caimán. En el fondo, todas esas imágenes nos invitan a proseguir el camino, a conseguir un pase, a fijar enlaces y goznes, a realizar transformaciones, a cambiar mundos. Y así, cual en un rito, lo asumimos. Tomamos en serio esta súplica de Michaux:  

No me dejéis por muerto,  … Cuento contigo, lector, contigo que me leerás algún día, contigo lectora. No me dejes solo entre los muertos, como un  soldado en el frente que no recibe cartas. Escogedme de entre ellos, a causa de mi gran ansiedad y mi gran deseo. Háblame entonces, te lo ruego, cuento con ello.

Ese diálogo es un hecho. Ecuador exige, como debe de ser, que se lo vuelva a leer, que se lo mire bien, y, deducimos, que se busque y escarbe más allá de las presuntas nebulosidades que contenga. Se nos increpa así, tácitamente, a que hagamos el papel de “imbéciles” respecto a nuestra posible carencia de experiencias y conocimientos frente a lo narrado en Ecuador; de imbéciles, se entiende, en el sentido etimológico del vocablo. Se nos interpela a que sigamos explorando ese texto apoyados en un bastón apropiado y necesario que nos sirva para entender lo que vamos descubriendo en cada nueva exploración. Y así ocurre. Cada nueva lectura propone nuevos significados y enlaces.

Entendemos que el texto de Michaux que tenemos a mano constituye una suerte de microcosmo, un arbitrio humano, que a primera instancia despista y desconcierta, pero que es descifrable dentro de los límites que impone; no así, sin embargo, con las imágenes del mundo real que transmite, imágenes en las que se vislumbra la presencia de lo inconmensurable, de un caos cuyo Orden solo entrevemos, toscamente remedado, en creaciones artísticas como Ecuador. Entrevemos en ese horizonte la presencia y ausencia de un Ecuador, país sagrado, no del todo asequible; de un ecuador, raya imaginaria; de un ecuador, cresta entre lo conocido y desconocido; de un ecuador que deslinda los adentro-afuera; de un ecuador que, cual el Amazonas, escinde Norte y Sur; y, no menos, de un Ecuador con sus chozas de tierra cubiertas de paja parda, refugio casi místico, resguardo de los acordes cuasi religiosos de la quena. Entrevemos allí la búsqueda de infinito, de lo “transreal”.  Ecuador es un viaje a los bordes, crestas, aristas y umbrales; es un fallido ir tras un ultra que nos redima, es un ir que perdura, que jamás claudica.

Humberto E. Robles
Professor Emeritus
Northwestern University
Evanston / Chicago,  Illinois

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* Una version reducida de este escrito constituyó mi Discurso de Incorporación a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, pronunciado en Quito el 3 de Julio de 2013 en el Auditorio del Centro Metropolitano « Benjamín Carrión » .  Caso aparte, el presente artículo representa una suerte de anticipo de un libro que tengo en preparación sobre Ecuador. Journal de voyage de Henri Michaux, cuya primera edición data de 1929.  Las citas en francés corresponden a la 9a edición, corregida y revisada por el autor, publicada en 1968 por la éditorial Gallimard, París.  Para la versión en español de esa edición, a menos que proponga alguna mínima variante, empleo la traducción de Cristóbal Serra, publicada en Barcelona por Tusquets Editores en 1983. El original del texto citado lo he puesto en letras bastardillas para facilitar la lectura.

1 Al respecto, hay un pasaje en Ecuador. Journal de Voyage en que Michaux habla de la admiración que muchos sienten por los locos. El, en cambio, dice, se inclina por admirar a los «imbéciles ». C’est presque une tradition intellectuelle de faire confiance aux fous. Mai moi, je pense surtout beaucoup de bien des imbéciles (p. 76). [Es casi una tradición intelectual dar crédito a lo locos. Pero yo tengo en gran estima a los imbéciles. p. 60]  Las razones encajan dentro de la etimología del vocablo que hemos recuperado.

2 Ver Charles Marie de la Condamine, Viaje a la América Meridional. Relación abreviada (1745). Versión castellana de Federico Ruiz Morcuende, Madrid : Calpe, 1921, p. 14. Nota (1) de la edición española.

3 Ali Smith, Artful, The Penguin Press, New York, 2013, p. 32. La traducción al español es mía.

4 En un estudio reciente, Lionel Gossman, “The Idea of Europe,” Common Knowledge, Vol. 16, 2, Spring 2010, pp. 198-222, discute la cuestión de la identidad europea, tema que fue central en los años 20 y en el que intervino también, como alude Michaux, Paul Valéry con dos ensayos clave citados por Gossman: “Europe” y “The European” en que el poeta francés reconoce, sí, la grandeza de Europa, pero no sin a la vez aceptar que la supremacía europea no era ya tan definitiva. Esta famosa frase suya, de Valéry, así lo sugiere: “We civilized societies now know that we too are mortal”, p. 202. [Las sociedades civilizadas ahora reconocemos que también somos mortales.]

5 La referencia de ese término, adscrito a Michaux, la recogemos del “Prólogo” de Octavio Paz a la Exposición retrospectiva de Michaux celebrada en París (Plateau Beaubourg) y después en Nueva York (Museo Guggenheim) en 1978. El texto de Paz, firmado el 6 de octubre de 1977 en México, se publicó en In/mediaciones, Barcelona, Seix Barral, 1979. Una primera variante de ese escrito ya había visto la luz con el título “El príncipe y el clown”, recopilado en Corriente alterna (México: Siglo XXI, 1967, pp. 84-90). Caso aparte, y significativo en este contexto, importa recordar que mucho de “El príncipe y el clown”, con los retoques y enmiendas del caso, sirvió también de “Introduction” a Miserable Miracle (2002), versión en inglés de Misérable Miracle [1956] (Paris: Gallimard, 1972), el libro de Michaux en que figuran sus experimentos con la mezcalina y que reitera su constante búsqueda por ir más allá.  Ecuador.Journal de Voyage, vale recordarlo, contiene en germen, anticipa. motivos que van a aparecer y reaparecer en la obra futura de Michaux.

6 Vale recordar que años después del viaje a Ecuador, hacia 1938, al hablar sobre pintura, Michaux dijo que estaba pintando sobre fondos negros, herméticamente negros, y que el color negro era su esfera de cristal. “Solo del negro veo surgir la vida”, prosiguió a decir. La luz / chispa que sale de lo oscuro, de las tinieblas de la noche, sería otra manera de entender el caso. No he tenido yo alcance al original de ese texto disperso; así, me remito a la versión en inglés que figura en Darkness Moves. An Henry Michaux Anthology: 1927-1984, selección, traducción y presentación de  David Ball (Berkeley, University of California Press, 1994), p. 310.

7 Respecto al concepto del « adentro-afuera » y el sentido del espacio que maneja Michaux, y que elaboramos aquí, no poco ha iluminado mi lectura Gastón Bachelard y su La poética del espacio (1957), trad. de Ernestina de Champourcin, México : Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 273-79.

8 Las bastardillas con que aparece arriba «un país adorable» me corresponden. Las uso para llamar la atención al hecho de que Cristóbal Serra traduce «un sacré pays» como «un país adorable». Más preciso nos parece decir «un país sagrado». «Adorable» contiene la idea de «encantador» que, a nuestro ver, no expresa con suficiente claridad y énfasis la idea de «digno de veneración», implícito en «sagrado», que es como aquí entendemos ese vocablo. «Sagrado», pues, es la traducción que preferimos darle a las palabras de Michaux, y es con ese sentido que las interpretamos.

9 La esencia de esos comentarios remiten, sin duda, al pensamiento crítico de las ideas sobre lo latinoamericano y la relación entre el original y la copia y entre la periferia y la metrópolis. Recuérdese, al respecto, las obras de Silvio Romero (A literatura brasileira e a crítica moderna), Fernando Ortiz (Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar), Leopoldo Zea (En torno a una filosofía americana), Edmundo O’Gorman (The Invention of America), Octavio Paz (El laberinto de la soledad), Arturo Ardao (Estudios latinoamericanos de Historia de las Ideas), Aantonio Cândido (Ensayos latinoamericanos), Angel Rama (Transculturación narrativa en América Latina), Roberto Schwarz (Misplaced Ideas), Walter Benjamin («The Work of Art in an Age of Mechanical Reproduction», en Illuminations), Homi Bhabha (The Location of Culture), y tantos más.

10 Sigmund Freud, haciendo referencia a un sueño suyo de1895, habló en su La interpretación de los sueños (1899), Cap. II, de « zonas de macidez ». Su perspectiva era la del clínico. José de la Cuadra también aprovechó la expresión en uno de sus ensayos, «El arte ecuatoriano del futuro inmediato», El Telégrafo, Guayaquil, 1932, para sugerir cómo los contactos entre grupos sociales producen choques y contaminaciones recíprocos. ¡Más ! En el amplio sentido del horizonte cultural del siglo XX y la actualidad, no estamos lejos del concepto crítico de las interferencias o contagios que una cultura ejerce sobre la otra y viceversa. Fernando Ortiz y Angel Rama, e.g., han aprovechado el asunto al hablar de transculturación.  Homi Babha, a su vez, reflexiona en términos de la «mímica

» y los encuentros de valores entre periferia/métropoli, el original y la copia, en la India. En cuanto a la idea de lo borroso, de lo impreciso, de lo difícil que es deslindar un algo de otro, tema muy en vigencia en el momento actual, el asunto ha sido motivo de un notable simposio («Fuzzy Studies. A Symposium on the Consequences of Blur»), cuyos escritos la revista Common Knowledge  (Duke University) ha publicado en cinco de sus números recientes (17, 3 ; 18, 2 ; 18, 3 ; 19, 1 ; 19, 2), a lo largo de los años 2011-13.

11 Las alusiones bíblicas, referidas incluso en latín, son una constante en Ecuador. Por otro lado, para recalcar la línea espiritual de Michaux, cabe recordar que sabido es el interés que éste tuvo por la obra de místicos, e.g. Ruysbroek, y por las Vidas de santos. Esas lecturas preceden, con mucho, su viaje al Ecuador.

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