Metaforología tiene el gran gusto de presentar Árboles para soñar, la novela más reciente del escritor ecuatoriano Jorge Dávila Vázquez, editada por EDINUN.  Para celebrar este tesoro de la literatura equinoccial publicamos un ensayo de aproximación y extensos fragmentos con los cuales nuestros lectores podrán adentrarse y disfrutar del maravilloso universo de este libro que lleva las ilustraciones del artista digital Javier CL (Mago).

 

 

 

 

ÁRBOLES PARA SOÑAR Y LOS RITOS DE LA TRANSICIÓN

Por Ana C Blum

 

1.- Cuando parece que no hay ninguna guía para la vida el ojo se topa con uno de esos libros mágicos que tocan la puerta del corazón y plantan consuelo directamente dentro de nosotros. Estoy contigo te dice, no andas solo, ven y entra en estas páginas, aquí está la maravilla y el horror de crecer, el goce de la inocencia y la pérdida de la misma. No te angusties, otros también vivieron y pasaron lo que tú, otros también lo harán, es el río de Heráclito, es agua para todos que viene, que se va, que nos hace, nos deshace, y nos vuelve a juntar.  Árboles para soñar, del escritor ecuatoriano Jorge Dávila Vázquez, es la historia de Eduardo, Rodrigo, la pequeña Beatriz y Darío, cuatro chicos que entre sus diarias aventuras, juegos e ilusiones van creciendo en el encantado y al unísono tan real mundo de Monay; indicativo como su nombre, este libro es también la historia de unos árboles fantásticos de donde brotan como frutos los rituales de la transición de la niñez a la edad adulta, y nos convidan a lectores -jóvenes y mayores- para reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestro lugar en el mundo y nuestra relación con este, con la naturaleza inseparable, desde el tronco  que se levanta en la tierra y es la gran metáfora de la vida misma, con todas sus raíces abrazándonos y rompiéndonos. Qué hermoso libro para leerlo en la adolescencia, cómo me hubiese gustado tenerlo justo en esos años tan confusos, tan desleales; y de cuánta alegría y sabiduría habrían enriquecido entonces aquella existencia pequeña pero tan imposible de abarcar.

 

“…Monay era el país de los juegos y de los sueños, de los frutos abundantes y la mayor variedad de árboles que uno pudiera imaginar. Muchas de esas joyas botánicas, como ciertas variedades de peras, manzanas, duraznos y ciruelas, así como algunos árboles, que más que por lo que producían impresionaban por su aspecto, como lo nísperos o algunos cítricos –las toronjas cargadas todo el año de sus enormes frutos, que casi nadie aprovechaba–, u otros, decididamente ornamentales como la magnolia, con sus enormes flores blancas; los arupos que se cubrían en septiembre de floración de tonos rosa intensos; las acacias de distintas clases y que florecían en tonos amarillos, violetas o anaranjados vibrantes, eran resultado de los contactos del tío Eloy con el señor Chica Vásconez, que tenía fama de poseer unos huertos inverosímiles, en pleno corazón de la ciudad. Los chicos –Eduardo, Rodrigo, Darío– amaban a la mayoría de árboles de la hacienda pero, sobre todo, los frutales, o sus “apegaditos”, como habían bautizado a las enredaderas que se enroscaban en los troncos y las ramas y que producían las granadillas o los agrios taxos.

Los tres gozaban de la abundancia de las guayabas, las distintas clases de ácidas naranjitas, las dulcísimas guabas, limas aromáticas, frescas y deliciosas y, en temporada, manzanas, peras y duraznos. La reina claudia ocupaba un lugar especial, porque su árbol, que crecía desmesuradamente, en los límites sureste de la propiedad del tío Eloy, producía de tal manera esos frutitos agridulces y carnosos, que toda la vecindad los cosechaba por canastos, mientras el dueño y su familia hacían de la vista gorda. Los niños vivían una buena parte de su tiempo libre trepados en los árboles, especialmente en las épocas de abundancia de frutos, dedicados a innumerables juegos, en los que imperaba la imaginación. Tan pronto eran vaqueros del lejano Oeste que se enfrentaban a los feroces integrantes de las diversas tribus indias; buscadores de oro, sorprendidos por fieras o habitantes de la selva; policías que perseguían a asaltantes y bandidos; cazadores de grandes animales a los que tendían trampas mortales…”. 

 

2.- Árboles para soñar siendo una narrativa de las libertades oníricas de la infancia también es la narrativa de los eslabones que impone la marcha inevitable al planeta de los adultos, en desplazamientos específicos que conducen a los protagonistas y especialmente a Eduardo al abandono paulatino de la inocencia; y es porque mientras Rodrigo, Darío y Beatriz viven todavía en su campo de juegos al aire libre, Eduardo empieza a padecer aquella transformación inescrutable, por la cual este texto se define sobre todo como un libro del rito del paso;  aquellos rituales perceptibles o imperceptibles a la mirada que llevan al individuo -empujan al individuo- de una edad a otra, de un tiempo a otro. El escritor y antropólogo francés Arnold Van Geneppe en su libro The Rites of Passage (1) habla de las tres fases de este proceso: la separación del grupo; el periodo de pruebas e instrucciones; y la incorporación del candidato al mundo adulto; así podemos observar como Eduardo experimenta estos tres estados en la narrativa de la trama: El primer estado empieza con el acto de distancia, se abre una brecha invisible en relación con los otros chicos, Eduardo se encuentra ausente, preocupado por su futuro, su decisión de ir al Seminario, sus dudas sobre esta misma decisión, y no solo ello, Eduardo es el mayor y más allá de lo cotidiano lúdico que ocupa a los otros muchachos él ya toma asunto de lo que pasa en la casa, como la escasez económica, los disgustos familiares, las enfermedades de los mayores, el abandono del padre. El segundo estado se nos presenta con el periplo de la transición en sí mismo, mediante una amalgama de escenarios fantásticos desde los cuales Eduardo experimenta la entrada a otro mundo a través de un árbol mágico que habla y lo invita a una ceremonia religiosa y musical donde conoce seres fabulosos y mitológicos, donde sufre una primera ilusión romántica al encontrar a Lisa, una bella jovencita que lo acompaña y le ayuda luego a escapar de este cosmos que subsiste dentro del árbol. Aquí la alegoría a la ceremonia aunque no es la de Eduardo se incrusta en la narrativa para de una manera indirecta más contundente decirnos que bien podría ser la suya, que de alguna manera lo es, porque el acto encarna la integración del individuo al nuevo mundo de la adultez. Así arribamos al tercer estado, en un rito que se extiende a la realidad de la ficción para acceder a la cúspide final del proceso, cuando Eduardo asume su papel como hijo y hermano mayor, como hombro de soporte moral y económico en la ausencia del padre.

 

“…–¿A dónde, a dónde, joven? –súbitamente, una serie de lámparas iluminaron el derredor del árbol que hablaba, porque estaba seguro, el viejo y deteriorado ciprés era quien le acababa de preguntar por su destino. Miró con detenimiento las lámparas: inmensas bombas de cristal, que parecían sostenerse en el aire y dentro de las cuales bullía algo como una inmensa cantidad de cuerpos luminosos. “¿Mariposas? ¿Luciérnagas?”, no lo sabía y, además, estaba verdaderamente aturdido. Gagueó algunas palabras de respuesta, pero en ese momento vio venir hacia él una figura vestida con un traje dorado, lleno de bordados, como en algunos cuadros de los libros de arte del tío Eloy. ––Déjalo, déjalo. Es el joven invitado. Mejor ocúpate de vestirlo elegantemente –la voz le sonaba familiar, pero, una especie de sombrero lleno de encajes le impedía ver el rostro de su defensor. Ya para ese momento, estaba totalmente seguro de que quien gritó un momento antes no era otro que el árbol que había visto desde la colina de la escuela. En realidad, ese hueco negro en la parte alta, era una boca, y al fijarse bien, reparó en que el ciprés tenía una cierta forma humanoide. “Un árbol mágico-mágico”, pensó, y este movió sus brazos-ramas y él vio, con asombro, que sus ropitas de niño pobre eran transformadas en algo mucho más elegante que el traje del hombre que le había defendido. Los calzones eran como de seda y lo que el señor León hubiera llamado el jubón, con toda propiedad, era de una tela brillante  y más gruesa, íntegramente bordada de piedras rojizas, que llevaba sobre una camisa blanca, nítida y suave, como no recordaba haber tenido una jamás, quizás de seda o lino, como decían los libros al hablar de la ropa de los grandes señores. Escondió los pies, recordando que sus viejos zapatos no estarían a tono con una vestimenta tan suntuosa.

Pero en ese momento alcanzó a ver que calzaba una especie de botines del mismo color de su casaca o lo que fuera. ––Ya estás, ahora, ¡adelante, joven invitado! –bramó el árbol mágico-mágico–, tratando inútilmente de ser cortés. Eduardo se tocó la cabeza, un poco mecánicamente. Veía los sombreros bordados, los velos, las plumas, los encajes, la gente con el cabello muy arreglado. Una vez más, el ronco árbol mágico-mágico, movió una rama alta y un grupo de aves tornasoladas –¿colibríes?– descendió hasta su cabeza. El muchacho sintió el pinchazo de sus afilados picos. Se adivinó tan peinado como cuando su madre usaba agua de corteza de piña o alguna resina familiar para domesticar su duro cabello lacio. ––Ahora sí, vete ya, no te detengas, la ceremonia va a comenzar, vociferó el árbol. –Sígame –dijo el hombre del sombrero de encajes.   Y a la luz de una de esas lámparas inverosímiles, alcanzó a distinguir el rostro de Severo. ––¡Severo, buenas noches! –dijo en alta voz. ––Me llamo Eridáneo y soy servidor del señor Aldebarán, a cuya coronación ha sido usted invitado…”.

 

3.- El escritor estadounidense Brian Atebbery en su libro Strategies of Fantasy (Estratégias de la Fantasía) afirma que “…En sociedades  de las cuales derivamos nuestro legado de mitos y cuentos fantásticos arribar a la mayoridad es un proceso de acomodarse uno mismo a un estricto y definido rol social: cazador, jefe, agricultor, rey. El paso de la infancia al estado de adultez fue generalmente marcado por la promulgación de rituales que no solamente marcaron la transición del individuo sino que al mismo tiempo reafirmaron el orden jerárquico  en el cual el nuevo miembro adulto encontrará su lugar…  Desde los más antiguos  cuentos de hadas hasta las más recientes novelas de fantasía, los protagonistas se van moviendo del final de la infancia hacia la adultez mientras la historia se va desarrollando. Las aventuras mágicas y la historia están atadas para dar forma a la aceptación gradual de sus propios poderes y su lugar en sociedad…” (2). A lo largo de la narrativa de Árboles para soñar se teje este este proceso, aquí no hay nada abrupto, el lector es llevado lentamente por la voz, es atrapado en esta urdimbre verosímil e inverosímil donde se ha trabajado con una marcha escalonada y precisa que se acrecienta al terminar la ceremonia de coronación de Aldebarán, cuando se le es entregado a Eduardo un medallón con el cual viene atada la prohibición de jamás sacarlo fuera del mundo del árbol, sin embargo ante la negativa de perder con este los recuerdos de aquella experiencia logra con la ayuda de Lise y Eridaneo escapar y llevarse el medallón, no sin antes librar batallas contra árboles guerreros, cerberos andantes y otros seres iracundos, unos imaginarios y otros reales dentro del micro-cosmos ficticio. Es crucial la precisión narrativa en la determinación de incluir esta ceremonia para exponer las puntuales  pruebas que Eduardo debe atravesar como símbolo de su transición a la vida adulta, si bien es cierto la coronación no es de Eduardo sino de Aldebarán, esta es una alegoría yuxtapuesta para trabajar la propia coronación de Eduardo, prepararse para recibir esa corona que le toca ponerse para la vida, un entendimiento de su lugar dentro de la familia, como hijo que ya deja de ser hijo-niño y se va convirtiendo en hijo-hombre y con ello la entrega de un mensaje imprescindible que habla del encuentro con los monstruos reales y otros que son los hologramas de la psique y lo serán a lo largo de la existencia.

 

“…–Eridáneo, quiero llevarme los recuerdos de la coronación. Lise me ha dicho que eso no es posible sin tu apoyo. ––Tengo la obligación de serle fiel, pues me han asignado para que lo sirva y lo cuide, señor. –Eduardo se sentía extraño ante esta forma de dirigirse a él de su amigo de hacía pocas horas. ––¿Qué debo hacer? Ayúdame. ––Vamos a fingir ante el árbol que usted quiere llevarse la moneda conmemorativa. Esto que es normal en el caso del resto de invitados, en el suyo es imposible. ––Por eso, vas a tener dos monedas –dijo Lise– extendiendo la suya. Eduardo la tomó con gratitud. ––En el momento de cruzar hacia su mundo, yo le diré al gran árbol que usted desea llevarse algo. Naturalmente, el guardián dirá que no puede y le pedirá la moneda. Usted procurará ponerse del lado de su realidad y me lanzará la una moneda. Dándonos las espaldas, caminará lo más de prisa posible hacia su lado del bosque y encontrará a siete pasos a su derecha, una rama pulida como una lanza.  Tiene una ranura. Inserte en ella la moneda que le queda; sin eso, estaría perdido.

Eduardo los miraba con asombro. Funcionaban como una máquina, parecía que hubiesen estado de acuerdo desde antes de la propuesta. No pudo contenerse. ––Ustedes sabían que yo quería llevarme los recuerdos… ¿Verdad? La respuesta fue contradictoria. ––Bueno…, no, en verdad, yo, sí, creímos que lo que querías era la moneda, este… ––Está bien, está bien, está bien. Como Eridáneo me ha dado con tanto detalle la forma de salir y lo de la lanza… –los dos cómplices se miraron en silencio, pero sonriendo discretamente–. ¿Qué más debo hacer? ––Lo que pasa es que eres muy suspicaz, mi querido niño –dijo Lise, él se sonrojó–. Pero también perspicaz, así que aunque recelas, en ciertos momentos, también sabes que todo está pensado por los dos, y las cosas han ocurrido en segundos. Ahora atiende: caminarás, apenas salgas, sin volverte atrás y de prisa, pues para entonces, el árbol se habrá dado cuenta que no te interesaba la moneda. ––Entonces se multiplicará para quitarle los recuerdos –acotó Eridáneo–. Enfrentará usted a un ejército de árboles, todos iguales a él; y, por supuesto, a un ejército de portadores de antorchas y a una numerosísima jauría de cerberos. ––Pero uno solo de cada uno de ellos, el árbol, el perro de tres cabezas, el portador de la antorcha, uno solo es real –añadió Lise–, los demás son hologramas, imágenes exactas de la realidad. ––¿Y cómo los distinguiré? ––Ahí entra en funciones la lanza. ––Con ella, tantearás hacia delante, si te topas con un tronco, es mejor que cambies de ruta, rápidamente. Si no logras hacerlo, úsala como arma y dirígela al corazón, no se te olvide, al corazón –por primera vez percibía una extraña frialdad en la voz de la chica. Se estremeció, porque ya sentía afecto por ella–. Y recuerda, un holograma es penetrable, cruza a través de él o de ellos y sigue tu ruta, sin volverte a mirar, escuches lo que escuches. Solo serán gritos, ladridos, ruidos para asustarte. Nada real o nada totalmente real. Por darte un caso: serán tres perros que ladren, pero sonarán como trescientos. ––El gran árbol no puede abandonar largo tiempo su sitio, así que no va a durar mucho esta historia –añadió Eridáneo, en un tono práctico, de quien conoce las costumbres del servicio–; además, si lo hubiera hecho, sin permiso, sería castigado y convertido en hoguera, por dejarse burlar de un… muchacho…”.

 

4.- El antropólogo británico Victor Witter Turner en su ensayo Liminal to liminoid, in play, flow, and ritual (De lo Liminal a lo liminoide, en el juego, el fluir y el ritual) propone que “…los símbolos son sistemas culturales y dinámicos, que van mudando y recolectando significado a través del tiempo y alterando su forma; y no pueden considerarse como simples ‘términos’ porque los símbolos no solo aparecen en culturas tribales tradicionales sino también en géneros como la poesía, el drama, la pintura en sociedades post industriales y tienen el carácter de sistemas semánticos dinámicos. Ellos ganan y pierden significado y el significado en un contexto social siempre tiene dimensiones emocionales y volitivas, ya que viajan a través de un ritual o un trabajo de arte, sin hablar de los siglos de representación y ellos apuntan a producir efectos en los estados psicológicos y el comportamiento de aquellos expuestos y obligados a usar estos símbolos para comunicarse con otros seres humanos…” (3). Por lo tanto, la moneda que Eduardo logra extraer de su fantasía resulta en ese símbolo que le permite comunicarse más allá de la propia fantasía, y aunque es la memoria de un momento infantil maravilloso también en su dicotomía le recuerda que en esa experiencia se augura su iniciación, la batalla que debe librar para salir del candor de una edad y por consiguiente rememora la historia en un acto de mudanza, se la cuenta a Rodrigo y Darío, de hecho con esta repetición se reafirma que el momento de la transición definitiva ha llegado, ya no es sueño, ya no es delirio, ya no es cuento de hadas, es ahora la substantividad que se le viene de frente, como una cascada de piedras, por consiguiente Eduardo decide deshacerse de esta moneda que había  guardado como a un tesoro -como se guarda a la niñez- la misma que se había ido haciendo pequeña con el paso del tiempo; y aquí el autor a través de lo simbólico nos entrega una de las metáforas más hermosas que se hayan escrito para hablar como la inocencia se va haciendo chiquitita hasta casi desaparecer definitivamente, y terminar reducida en la celda del recuerdo, ya no inmensa en el patio del día a día jubiloso y sin preocupaciones de los primeros años, ya no en los juegos cotidianos o en los ensueños bajo un árbol. Aquí lo simbólico no es accidental porque en literatura nunca lo es y siempre tiene un propósito, en este caso la construcción de otra identidad, la trascendencia de la misma para hacer frente a las mutaciones difíciles y la imaginería que sirve para crear ritos personales de paso como vía a construir un nuevo concepto del ser.

 

“…Por último, armado de la lupa, que Mamita utilizaba para sus labores de costura más delicadas, presentó una pequeña pieza circular de metal dorado, que fue sometida a los curiosos ojos de los otros dos; les recordó que se trataba de aquella moneda conmemorativa, que tuvo especiales usos en la huída y que luego le fue regalada por Severo-Eridáneo, un poco antes de su muerte, esa misteriosa pieza de metal que iba reduciéndose de tamaño cada vez más y que, seguramente, terminaría por desaparecer. ––Y esto es todo lo que queda de esas horas magníficas –suspiró el narrador, mientras los otros intentaban descubrir el perfil de Aldebarán el rojo, en el anverso y lo que restaba de una inscripción en lengua extraña en el reverso. Entonces, Eduardo se incorporó como pudo y lanzó la pequeñísima pieza dorada lo más lejos que pudo. Esta cayó en alguna parte de la chacra, cuyas robustas plantas de maíz centelleaban en su verde magnífico, al sol de la tarde. ––¿Qué haces? –dijeron al unísono los otros chicos. ––No quiero llegar al duro momento de su desaparición. Ya ustedes saben a todo lo que estuvo ligada la moneda diminuta, ahora no es sino un recuerdo de los tres. Y Darío, que a veces se ponía filosófico, remató con un “así es la vida”, brotado de lo más hondo de su joven ser…”.

 

5.- Este es un libro grande y sabe abrazar con un abrazo del mismo tamaño. Junta en sus páginas elementos tan reales y comunes, tan orgánicos y naturales, tan locales, tan palpables y conocidos que parece es posible olerlos, comerlos, rozarlos o albergarnos en ellos; y nos los entrega en la envoltura de lo fantástico que permite avivar ambas geografías: la real interandina y la otra, la de la imaginación. Un libro en que lo didáctico está velado pero está allí, sin sermones ni hostigamientos, sutil en la presencia del arte y en las múltiples referencias musicales que el joven lector puede seguir descubriendo más allá del texto. Árboles para soñar logra con belleza y destreza la invención de un infinito verbal en donde el árbol tiene poder para construir el ecosistema del misterio, sirviéndose de una asociación de mitos conocidos, de sonidos conocidos, de artes conocidas que dan combustible a la creatividad . Se sabe que “Los árboles a través de la historia y las culturas de los pueblos han sido poderosos símbolos de crecimiento, muerte y renacimiento. La imagen del Árbol de la vida se produce en muchas mitologías; por ejemplo el Ficus Sagrado, en el hinduismo; el árbol de Yule (árbol de Navidad) en la mitología germánica; el Árbol del Conocimiento del judaísmo y el cristianismo; el Árbol Bodhi bajo el cual Buda fue iluminado. El Libro Egipcio de los Muertos menciona los Sicomoros como parte del escenario en el que el alma del difunto encuentra reposo feliz; y así una infinidad de simbolismos, creencias y representaciones para el árbol…” (4).  Jorge Dávila desde este libro y con esta historia ha creado una mitología equinoccial:  El Capulí Andino, árbol que guarda la infancia; El Floripondio, árbol que hace soñar; El Ciprés, el árbol mágico-mágico que puede hablar; El Eucalipto, árbol que custodia los secretos. Todos estos Árboles desde los cuales ha sido posible saltar de la realidad al sueño y viceversa, columpiarse hasta subir a la frente de las nubes, descubrir un tapete mágico que ayudaría a volar pero que una vez en cenizas también sellaría el fin de una época; contemplar el cuerpo de Joli, el perro amado de la casa que murió con rabia y que con su muerte hizo una rajadura en la inocencia como solo la muerte sabe hacerlo; el fallecimiento de Pacho, el viejo indio sabio quien más que un sirviente fiel fue un miembro querido de la familia; la partida definitiva de Monay a la ciudad, el abandono del campo por la urbe. El tiempo mirado desde el árbol, apuntando el nuevo rol, la nueva geografía, las decisiones que se toman ya desde la responsabilidad  y que asoman con el haber crecido.

 

“…Eduardo estuvo un par de años en el Seminario. Su estómago le impidió el camino del sacerdocio, pues la comida del colegio era muy mala (“yucas y coles contra los malos pensamientos”, según opinión de un cura amigo); además, uno de los maestros, que alcanzó fama de santo, le tenía una especial y gratuita antipatía: “sabes mucho, Eduardo, y nada de lo que sabes sirve a la gloria de Dios”, le repetía. Los seminaristas mayores organizaron un concurso de conocimientos y preguntaron a los menores, cosas sobre música. A la cuestión “dos misas de Mozart”, Eduardo respondió rápidamente “ la de la Coronación y la K427 , llamada también Gran Misa en do menor ”. El futuro santo lo humilló en público, diciendo que tenía ese tipo de inteligencia inútil que servía para aprender de memoria los directorios telefónicos. Cuando Isabel lo visitó la próxima vez, lo encontró muy deprimido, delgadísimo, pálido. Fue donde el rector y este le dijo que no se dedicaba con mucho amor a las prácticas religiosas, que se distraía con mucha facilidad, que no obedecía a sus superiores, que no se servía la comida como el resto de los chicos, que… “Reverendo padre” –interrumpió Isabel, con un cierto fervor materno–, “¿puedo retirar a mi hijo del seminario?”. Que naturalmente, señora, pero que el año lectivo estaba a punto de terminar, objetó el sacerdote, un tanto amoscado… pero que si ella quería. ––Así es. ––Todo puede arreglarse con un poco de disciplina, señora. Yo entiendo sus sentimientos maternos, pero quizás conviniera que le dejase un tiempo. –Gracias, su reverencia. De verdad le agradezco, pero él no es feliz aquí, así que me lo llevo y le hago que repose un tiempo y ya le buscaré un colegio para el otro año. Y así fue el fin de una carrera eclesiástica que, ingenuamente, Eduardo había soñado casi papal alguna vez, quizás al mirar a Pío XII, coronando de oro y pedrería al príncipe Aldebarán. Pero nunca dejó de agradecer la decisión de Isabel, que le permitió encontrarse, cosa que anticiparon el huanduj y Pacho tiempo atrás. La percepción de Rodrigo sobre el gran amor de su madre por su hermano, se puso en evidencia, así como la de este por ella, pues se negó a estudiar en un colegio diurno y optó por la educación nocturna para trabajar y ayudar a Isabel en sus eternos problemas económicos, acentuados por las continuas visitas de papá. Él, como en la época de Darío, comprendió la solidez de esa relación y se benefició del constante apoyo de Eduardo…”

 

La ensayista estadounidense Terri Windling  afirma que “…la fantasía más que otros tipo de ficción es un rito -es una literatura del rito de paso- ya sea que sus temas estén basados en la batalla colectiva o en la privada del individuo; la mejor de las fantasías tiene sus raíces no solo en el mito sino en la experiencia misma, el escritor de lo fantástico busca misiones, pruebas y ensayos que labren la imaginación; a través del mito, del símbolo, de la metáfora el escritor de lo fantástico transforma lo personal en lo universal y crea historias que no solo entretienen sino que proveen las herramientas que necesitamos para enfrentar esas pruebas, esos monstruos de nuestra era moderna..” (5); por ende insisto desde el espíritu de esta cita que Árboles para soñar no es solamente un libro para la diversión, para el recreo, para el goce; este es un libro para aprender a andar la vida, el mundo real a través de lo lúdico y lo fantástico, es un libro culto que se propone instruirnos y acompañarnos, que insiste en decirnos no estás solo, voy contigo, mis árboles sabios y protectores, mis árboles mágicos te cobijan; porque la transformación no se queda allí solamente en la entrada a la participación de la vida adulta sino que va más allá del rito de iniciación, y tiene que ver con todos los otros cambios que se vendrán luego y nos harán nuevos seres una y otra vez, como escribió Gennep: “La transición de un grupo a otro, de una situación social a la siguiente se miran como implícitos en el exacto hecho de la existencia, así la vida del hombre se hace de una sucesión de fases, con finales y comienzos similares: nacimiento, pubertad, matrimonio y muerte..”. En conclusión, ante la cualidad ineludible de estos estados vitales y mortales, aparece el poder del Árbol, como el salvador que asegura el paso, la pertenencia, el legado; criatura de la tierra y del cielo que crece y nos ve crecer, y entonces procura que el mundo no nos vuelva tan tristes.

 

“…Vendido Monay, Isabel no tenía fuerzas para ir a recoger algunas cosas que no fueron parte del negocio. Le preguntó a Eduardo si quería hacerse cargo de ese enojoso asunto y él aceptó si Rodrigo lo acompañaba. Un pariente tenía una camioneta; le pidieron prestada, porque había cosas como vajillas, libros y algún pequeño mueble que podían traer en ella. Ahora la carretera se aproximaba a la casa grande. Cuando llegaron, Rodrigo sufrió una terrible impresión: “hermano, el capulí”. Unos hombres, en una especie  de armazón precario, aserraban tablas del tronco gigantesco. Eduardo detuvo el auto y descendieron. ––Me siento como en el velorio de un ser de la familia –susurró enfurecido Rodrigo–, acariciando impotente los troncos que yacían uno sobre otro. Y luego, súbitamente: ¡Vámonos! Eduardo le pidió que se calmara. Vinieron a liquidar ese asunto e iban a hacerlo. Aceptó de mala gana y golpearon una puerta nueva y brillante, que sustituía al viejo portón tradicional de otro tiempo. Preguntaron a la joven que atendió su llamado por la señora Adelaida. ––Mamá, te buscan. Les atendió una mujer de mediana edad, vestida con colores chillones. Les hizo pasar y tomando una llave de la mano de un santo, usada como llavero; estatua que era parte de su colección de arte, según aclaró, señalándoles el segundo dormitorio de las habitaciones del tío Eloy, les dijo que podían llevarse todo lo que estaba amontado allí: un baúl, una mesa de noche, una caja verde con libros. Empezaron a cargar las cosas. ––Señora –preguntó Rodrigo–, ¿en dónde estarán las alfombras de estos cuartos? –Eran un par de tapices viejos, que atraían las pulgas, los quemamos. El joven sintió que le daba un vuelco el corazón, pero no dijo nada. Cuando hubieron terminado, se dirigió hacia el sitio en donde crecía el eucalipto de tronco hueco, como quien echaba una mirada al sitio en donde yacía Joli. Tuvo otro mal rato. El potrero en donde se levantaba la casucha de madera, y donde estuvo la tumba de su amado perro, estaba cruzado por esbozos de aceras y unos obreros cavaban cimientos en las diferentes áreas señaladas para viviendas de una ciudadela, según explicó la señora Adelaida, que les había seguido a su inútil contemplación. Se despidieron y retornaron a la casa de Cuenca, en silencio, con la convicción de que Monay era ya solo un recuerdo, un bello y doloroso recuerdo, nada más…”

 

Referencias:

  • (1) Van Gennep, Arnold . The Rites of Passage. University of Chicago Press; Reprint edition, 1961.
  • (2) Attebery, Brian. Strategies of Fantasy. Indiana University Press, 1992.
  • (3) Witter Turner, Victor. Liminal to Liminoid, in Play, Flow, and Ritual: An Essay in Comparative Symbology. The Rice University Studies, Volume 60, Number 3, pp. 53-92. Houston, Tex: Rice University, 1974.
  • (4) Trees in mythology. From Wikipedia (la enciclopedia libre). <https://en.wikipedia.org/wiki/Trees_in_mythology>. Revisado 4/20/2017.
  • (5) Windling , Terri. www.Endicott-Studio.com. Articles <http://www.endicott-studio.com/articleslist/the-dark-of-the-woods-rites-of-passage-tales-ll-by-terri-windling.html>. Revisado 4/20/2017.